Como los cuidamos

No es la primera vez que nos toca vivir el horror de niños y niñas abusados sexualmente por aquellos que están llamados a protegerlos, amarlos y educarlos.

No cabe en la cabeza que la autoridad del establecimiento de educación haya colaborado, impidiendo la entrada de los agentes de la policía, en la fuga de los violadores. Es un espanto. ¿Cuántas mujeres estarán protegiendo a “sus” hombres violadores? Mientras yo escribo esta columna y/o usted la lee, ¿a cuántos niños estarán violando? La verdad sea dicha, imaginarlo tan solo, nos advierte cuánto deben estar padeciendo.

Son niños, muñecos de carne y hueso, que hablan, que dicen cosas, que se contentan con un juguete, con la sensación de sentirse protegidos y amados, cualquier cosa que no cuesta mucho dinero; son apenas seres en formación, sin mucha estructura, vulnerables.

¿Acaso la satisfacción sexual no pasa por la felicidad del otro? Es que no solo se trata de sexo, se trata de poder. De esa desalmada excitación que los lleva a colonizar la existencia del más pequeño, del que no puede defenderse, con el que pueden amasar sus instintos. Sí, se trata del poder de querer saber hasta dónde llega la perversidad primitiva y baja.

Si a usted le preguntaran: diga cuáles han sido las políticas, públicas y privadas, que existen para evitar estos abusos, ¿qué diría? ¿Existe algún estudio sicológico de esta gente? Porque se trata de profesores, padres, tíos, hermanos, compadres, vecinos, es decir, gente que luce tener lazos de afecto en su vida. En algunos casos son hombres “distinguidos” y reconocidos. Difícil de entender esta torcida y reducida forma de satisfacerse.

Debe de existir algún mapa de ese maligno gen que reduce a este tipo de seres a ser feliz con una solitaria y perversa satisfacción genital. Un gen que bombardeó el puente entre el sexo y el alma. Es problema de la humanidad, de todos. Mientras encontremos la cura, cuidemos a nuestros niños.