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El caso Refineria

Cada vez que se hurga en los secretos de la refinería aparecen nuevas sospechas, no solo de malos manejos sino de la comisión de graves delitos. Uno de ellos podría tener características de preterintencional como mínimo, si acaso la perversión no hubiera cometido el terrible crimen de convertir a esa planta en una bomba de tiempo. De las investigaciones que se han hecho hasta hoy se desprende que los materiales utilizados y por los cuales se pagó como si se trataran de primera clase, presentan fallas estructurales que hubiesen podido generar un peligro de hecatombe, si la nueva administración del Estado no descubría esas fallas a su debido tiempo y disponía la paralización de la planta hasta que se subsanaran los problemas. Un cálculo inicial los sitúa en casi $ 500 millones. El negociado elevó el costo de la repotenciación en alrededor de $ 2.300 millones y consistió en sobreprecios, doble contratación sobre el mismo asunto y otros hechos de igual o mayor perversión. Pero el más grave de todos fue la utilización de material fatigado, impropio para el cumplimiento de unas funciones de alto valor técnico. Si esto es así y parece que las pruebas lo demuestran, allí se habría cometido al menos un delito preterintencional mucho mayor y de circunstancias tan graves que podría calificarse como de lesa humanidad, pues una explosión de la planta habría causado la muerte de cientos de personas y una destrucción material pavorosa. La actual administración ha sido demasiado parca al informar los hechos que se descubrieron. El presidente de la República afirmó que se produjo el negociado y que se habría podido causar severos daños humanos. Si persistiera el criterio del delito preterintencional, sus autores serían probablemente los fabricantes, sus cómplices los contratantes y los contratistas, y los encubridores aquellos que aplaudieron y elogiaron a grandes voces la repotenciación. Uno de los supuestos autores declaró que la planta funcionó al 98 % de su capacidad, pretendiendo echar la culpa de los daños graves a los nuevos administradores. Tan perversa actitud demuestra la malignidad de quienes ejercieron altas funciones públicas durante casi diez años. El problema no puede quedar así. El fiscal general debe investigar para que un delito espantoso no quede en la impunidad.