Campana electoral en EE. UU. se pone violenta

En cercanías de la elección intermedia de este año en EE. UU., el panorama político comienza a estar dominado por el terrorismo interno. Primero, un enfurecido simpatizante de Donald Trump empezó a enviar bombas (catorce) a importantes figuras demócratas y otros blancos de los ataques frecuentes del presidente (ninguna estalló). Después las cosas empeoraron con el asesinato de once judíos en una sinagoga en Pittsburgh. Hoy una opinión pública estadounidense polarizada y temerosa se encuentra con un presidente totalmente incapaz de consolar a la nación (y no muy interesado en hacerlo), y ni hablar de tratar de alejarla del odio y el sectarismo mortal que atizó. El 6 de noviembre se elige toda la Cámara de Representantes y un tercio del Senado, y para muchos la próxima elección intermedia es la más trascendente que se recuerde, tal vez en toda la historia. La elección puede poner fin a dos años de control total republicano del gobierno estadounidense (ambas cámaras del Congreso, la Presidencia y, con el reciente agregado del juez Brett Kavanaugh, la Suprema Corte). La primera elección intermedia después de un cambio de presidente suele verse como un veredicto sobre el gobernante en funciones, y es común que su partido pierda fuerza, sobre todo en la Cámara de Representantes. Pero Trump convirtió más que nunca la elección intermedia en un plebiscito de sí mismo, y proclama que aunque no esté en la nómina de candidatos, hay que votar como si estuviera. Hace tiempo se cree más probable que los demócratas ganen la Cámara de Representantes antes que el Senado, pues varias senadurías en juego están en poder de demócratas de estados tradicionalmente conservadores. La determinación (o inquietud) con que Trump desea que los republicanos mantengan el control de ambas cámaras es comprensible. Una victoria demócrata empoderaría a los presidentes de las comisiones, que armados con citaciones, podrían empezar a investigar una amplia variedad de acciones y agencias del gobierno sospechadas de corrupción. Pero el temor real, casi palpable, de Trump es que una Cámara de Representantes controlada por demócratas concentre en su persona una serie de investigaciones: de su aceptación de “emolumentos” de países extranjero, prohibidos por la Constitución; de su insuficiente separación de los negocios familiares; de sus declaraciones de impuestos; de sus guerras no autorizadas en Yemen y Siria; y de sus tratos oficiales y privados con Rusia. Al menos la Cámara tendría en cuenta las conclusiones del fiscal especial Robert Mueller y se acabaría el Congreso obsecuente. Pero si los republicanos conservan el control del Senado, los demócratas estarán limitados. El peor resultado posible para los demócratas es que los republicanos sigan controlando las dos cámaras; Trump se sentiría reivindicado y más liberado que nunca y podría despedir a un montón de funcionarios, tratar a los inmigrantes con mayor dureza e intentar silenciar la investigación de Mueller sobre la posible colusión de su equipo de campaña con el Kremlin y su probable obstrucción personal de la justicia. Puede que, como todos suponen, los demócratas ganen la Cámara pero no el Senado. Los observadores en general se han vuelto más cautos a la hora de predecir resultados.