Un bosquejo del desaliento

Algunos especialistas en ciencias biológicas dicen que las lesiones o enfermedades nunca se curan del todo, que las células conservan para siempre rastros, memorias, de los más ínfimos ataques a la integridad del cuerpo. Lo mismo le pasará a Estados Unidos. Un día dará vuelta la página de Donald Trump. Pero nunca se recuperará del todo de la herida incurable que su bajeza, estupidez testaruda, desconcertante pasividad ante las ambiciones globales de China han infligido a la cultura e imagen internacional del país. ¿Es Trump un síntoma o una enfermedad terminal? Tampoco los demócratas se han librado de la desmoralización y del derrotismo. Al no respaldar el intento de los kurdos de independizarse de Irak, Trump cometió un error moral y político irreparable. Traicionó a su aliado kurdo, fortaleció a su adversario iraní. Inexplicablemente, sacrificó (otra vez) un interés crucial de EE. UU., al abandonar a la única fuerza en Medio Oriente (quitando a Israel) en la que podía confiar plenamente. ¿Cómo se responde a semejante abandono? ¿Con qué recursos? ¿No había modo de detener el brazo del club de malos vecinos que no toleran que se hable de soberanía kurda? Algunos demócratas se tragan el orgullo nacional y dicen que el presidente francés, Emmanuel Macron está en mejor posición para intervenir y hacer frente a Irak e Irán. Los veteranos del partido no expresan la menor reserva en relación con el uso del poder estadounidense durante la Guerra Fría, pero helos ahí, paralizados, desarmados, cuando llega el tiempo -solo- de alzar la voz contra la siniestra y variopinta banda de cuatro (Irán, Irak, Turquía y Siria) que se oponen a la independencia kurda. Hace poco me entrevistó Pamela Paul, editora del New York Times Book Review. La conversación viró una vez más hacia Macron. Traté de explicarle que su muletilla, en même temps (al mismo tiempo), que en EE. UU. tiende a interpretarse como pragmatismo a la americana, tal vez sea una de las marcas más visibles de su cercanía doctrinal con el filósofo protestante francés Paul Ricœur. En vez de reflejar una cuidadosa reflexión en torno de una decisión ambigua, “al mismo tiempo” es el credo de alguien suspendido en el temor, temblando ante el terrible misterio sin solución de la doble naturaleza (física y espiritual, mortal y resurrecta) del cuerpo atormentado de Cristo. Y enseguida llegamos a la cuestión del antisemitismo en EE. UU. Lo encontramos en esa horda de nativistas, supremacistas blancos y neoconfederados que en agosto descendieron sobre Charlottesville (Virginia) para aporrear a negros y judíos. Y lo vemos entre los universitarios estadounidenses izquierdistas que se contagiaron la fiebre del BDS (boicot, desinversión y sanciones), el movimiento global contra productos israelíes.

¿Será que vivimos en la époque de Trump, y que su revitalización del eslogan “Estados Unidos primero” de los nazis estadounidenses de los años treinta aflojó las lenguas de algunos fanáticos? ¿O pese a sus posturas oficialmente proisraelíes, Trump es un antisemita no asumido? Al perder tiempo preguntándonos si está loco o si finge locura para engañar a sus adversarios, todos caemos en la trampa de un narcisismo que, aquí en EE. UU., es el nuevo rostro del nihilismo.