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La bomba que le queda al pais

La movilización indígena que se dio con el paro de transportistas puede tener un sinnúmero de lecturas. La más obvia es decir que las organizaciones indígenas echaron abajo el decreto 883 que eliminaba los subsidios al diésel y a la gasolina extra y que un nuevo decreto está en camino. Decreto cuyo contenido será elaborado por el Gobierno con esas organizaciones bajo la supervisión de los mediadores. Si se entendió bien sus medidas deberían pasar antes, nadie sabe para qué, según la demanda de los líderes indígenas, por la Corte Constitucional para su control.

La lectura más política, por lo menos la que está tomando cuerpo en las redes sociales, es la derrota innegable de Rafael Correa. Tanto el Gobierno como los indígenas lo han señalado como el líder de la intentona golpista, del caos y la anarquía que vivió parte del país y que fue particularmente visible en Quito y sus alrededores. Esta lectura es clave para el Gobierno y útil para los líderes indígenas.

Al Gobierno le permite volver a la normalidad con un parte de guerra ganador, luego de haber tenido que ceder sobre el decreto 883 bajo un asedio con claras muestras callejeras de terrorismo. Quedar en pie, luego de una conspiración cuyos actores son conocidos solo en parte, es para Moreno un triunfo. En los hechos, algunas de las cabezas más visibles se han confesado culpables. La asambleísta Gabriela Rivadeneira se refugió en la embajada de México y Virgilio Hernández ha desparecido. Correa es el gran perdedor y el Gobierno se encargará de documentar ese relato que puede cambiar el panorama político y electoral del país. Ayer fue detenida en Quito Paola Pabón, prefecta de Pichincha, correísta ferviente y activa participante en estos 12 días de caos y destrozos particularmente en Quito.

Esta lectura permitirá a los indígenas escurrir el bulto y seguir manteniendo el relato falaz de que sus manifestaciones fueron pacíficas y que ellos, en vez de victimarios de una población indefensa, fueron víctimas de la represión, el asesinato a sangre fría por parte de un Estado al servicio de la oligarquía ecuatoriana y del Fondo Monetario Internacional. Por eso han pedido la renuncia de María Paula Romo, ministra de Gobierno, y de Osvaldo Jarrín, ministro de Defensa. El presidente presintió esa trampa: les respondió inmediatamente que nombrar ministros es su potestad y que deben respetar esos espacios. En claro, no prescindirá de esos ministros. Hacerlo legitimaría el relato de la dirigencia indígena y lavaría los delitos cometidos por Jaime Vargas, presidente de la Conaie, y Leonidas Iza, líder indígena en Cotopaxi. Ellos son responsables, entre otras cosas, de sedición y secuestro.

La lectura más compleja está precisamente aquí, en el capítulo dedicado a los indígenas. En Guayaquil, sobre todo entre socialcristianos, existe la tentación de creer que la movilización indígena y la forma en que la hicieron tiene que ver con esas medidas e incluso con la falta de explicación por parte del Gobierno. Eso ayudó, por supuesto. Pero lo que se vio y vivió la nación tiene otro giro: comunidades que violentan todas las leyes, se arrogan la representación de todo el país, caotizan e intimidan, desconocen la autoridad, imponen su voluntad y quedan impunes. Con los indígenas no hubo espacio para la ley ni para la política: solo para la fuerza. Y como el Estado no la aplicó (hubiera habido una masacre), el Estado hace lo que ellos quieren.

Esta ya no es una lectura: es la realidad que el país tiene por delante. Y la carga explosiva que le queda. ¿Qué harán los políticos?