Antimemorias Por: Joaquin Hernandez Alvarado

Resulta exigente el ejercicio espiritual de volver a leer, después de décadas, libros que se leyeron hace tiempo e iluminaron pasajes de la vida.

Resulta exigente el ejercicio espiritual de volver a leer, después de décadas, libros que se leyeron hace tiempo e iluminaron pasajes de la vida.

Una especie de Virgilio que guió a Dante en la selva, la palabra es del poeta, en este caso de la vida. Lo que descubrieron esos libros tiene mucho de la pasión por la lucidez que impregnaron, por ejemplo, las meditaciones cartesianas en plena guerra de religiones, cuando Europa comenzaba a reconocerse. O de un debate permanente contra el olvido, como el que sostuvo hasta el fin André Malraux, desde aquel día que enterraron, ante sus ojos asombrados de niño, a su hermano mayor muerto a los pocos meses en un cementerio húmedo, acompañado de todas las mujeres de su familia y con el padre ya ausente. “Al final, siempre gana la muerte”.

“El enigma fundamental de la vida se revela a cada uno de nosotros como se revela a todas las mujeres ante el rostro de un niño, a casi todos los hombres ante el rostro de un muerto”. A finales de los años sesenta del siglo pasado, cuando Malraux publicó sus Antimemorias, su vida de intelectual aventurero, de amante del arte, político y sobre todo partícipe de los grandes conflictos políticos y sociales de la primera parte del siglo XX, la Revolución china, la guerra civil española, la resistencia francesa, lo habían convertido en leyenda. Ministro de De Gaulle, creyente, pese a su aserto de que las civilizaciones están hechas de olvido, en la grandeza de Francia, La condición humana o La esperanza, lo descubrieron como un místico.

Las Antimemorias no son peripecias de la individualidad, un monólogo de intimidades. Combaten a la muerte para que no tenga la última palabra: la escritura. Pero no por la ingenua vanidad de creer que un libro con un nombre garantizan perennidad. Buscaba la huella de lo excepcional que permite lidiar al común destino.

No hay lugar en la historia para el sujeto biográfico llamado André Malraux; sí para encontrar, en las encrucijadas históricas que asumió a plenitud, una respuesta para lo que adivinó aquella fría mañana de 1902 en el cementerio.

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