En alerta roja

¿A que todos ustedes se han visto alguna vez metidos en un torbellino de amor, de pensamientos alborotadores de puro luminosos, de deseos irreprimibles de que el mundo sea un espacio para sonreír... y no sabrían cómo expresar todo eso en palabras? Y, si lo han intentado con personas cercanas, ¿no han sentido que las palabras no ‘decían’ su experiencia de amor, su iluminación mental, su decisión de comprometerse en un futuro más humano?

Seguro que algo así les pasó a los escritores del N. Testamento que nos legaron los evangelios. Estaban viviendo la explosión vital de aquellas primeras comunidades en las que había cuajado el deseo de Jesús de que el mundo ardiera, de que las personas se quisieran, de que la esperanza no se repartiera a cuentagotas y solo a los de casa. En escasos cuarenta años habían encontrado la manera de encarnarse en ambientes muy diversos, superando la resistencia atávica de quienes llevaban la Alianza Antigua sembrada en su mente y hasta en sus genes. Comunidades que habían enterrado ya a algunos mártires, absurdamente asesinados por el Imperio, como pasó con el Maestro. Comunidades que celebraban la vida, permeables a la presencia del Señor resucitado, testigos ellas mismas de esa resurrección para la vida de todo y todos.

Ninguno, excepto Lucas, se animó o se ‘atrevió’ a ‘contar’ por qué era posible lo que estaban viviendo. En sus dos libros el Espíritu es omnipresente, chispa y motor de lo que son los nuevos tiempos desde que el Hijo se hace carne e historia en el útero de una chica nazaretana y hasta que es arrebatado a esa metahistoria de la que nada sabemos y de la que esperamos todo. Lo que esa Iglesia naciente está viviendo es porque hubo una ventolera de aire iluminado y de palabras incendiarias de amor que se regaron entre discípulos y entre gentes llegadas de todas partes, porque no habían ido a Jerusalén para quedarse, no; habían ido para vivir la Pascua y regresar a sus campos de siembra y de siempre...

Lo de menos es ‘si pasó’ tal y como nuestro Lucas lo cuenta (Hch 2, 1-13). Lo de más es que la Iglesia no es el final de un proceso voluntarista de unos cuantos, sino el arranque de un vendaval que empuja en una única dirección final por tantos caminos históricos como gentes buscadoras de Dios haya... y que, en el relato de Lucas, escuchaban a los galileos analfabetos cantar las maravillas de Dios, cada cual en su propia lengua. ¡Y que hayamos tardado tantos siglos en comprender que una Iglesia una no es lo mismo que una Iglesia única, monocolor, codificada en todo! ¡Que lo que nació de un “como viento huracanado” se haya vuelto tan pesado y, a veces, triste! ¡Que se hayan apagado las lenguas de fuego porque no hemos pagado la factura del gas!

Juan habla del Espíritu (14, 15 ss.) como “defensor”, enviado por el Padre en nombre de Jesús, que “nos enseñará todo y nos irá recordando todo cuanto él nos dijo”. Él será y es nuestra memoria. Él no se ha ausentado de las comunidades ni de los corazones. Él está viniendo siempre porque el Padre no nos abandona. Así que, atentos, estamos en alerta roja. Vendaval a la vista. Siguen habiendo Franciscos y Teresas y rescatistas sin fronteras. Fuego en los corazones. Marías que llevan calor a Idomeni. ¡Pentecostés es siempre! Buenos días.