Alan Garcia o como no vender el alma

Alan García programó su muerte. La decidió luego de poner en una balanza las miserias que seguramente aceptó y su puesto en la historia del Perú. La prefirió a la vergüenza coyuntural que despreciaba, porque entendía que ya había cumplido su misión. Se disparó, sin embargo, sin haber dicho si para estar en las páginas de la historia, de las cuales tanto anheló hacer parte, consintió los sucios manejos que llevaron a la policía a su puerta.

El suicidio de Alan García responde al vínculo obsceno entre políticos y empresas corruptas que buscan favores. Obviamente Odebrecht supera cualquier expectativa. Esa multinacional brasileña hizo de la corrupción una operación sofisticada en la que usó a sus abogados, a sus contadores, a sus gerentes. Y los usó, en forma sistemática, para asegurar contratos mediante la compra de altos funcionarios, ministros y presidentes. García hizo parte de esa lista. Pero no fue la única, pues en su primera presidencia (1985-90) ya había sido relacionado con denuncias de corrupción que por “errores procesales”, ampliamente cuestionados, prescribieron.

Su caso, el de Alejandro Toledo, Ollanta Humala y Pedro Pablo Kuczynski: cada uno tiene particularidades y bemoles. No obstante, todos lidiaron con un hecho que es poco publicitado: en Perú hacer política cuesta demasiado dinero. Quizá por eso el suicidio de García plantea de nuevo, en forma dramática, una pregunta que los ciudadanos no se hacen: ¿es posible que los políticos lleguen al gobierno -al municipal, provincial o nacional- sin el alma vendida? Algunos matizan la pregunta y diferencian recibir dinero para engrosar la fortuna del político o recibirlo para aceitar la maquinaria partidista, cuyo fin último es ganar elecciones y llegar al poder.

Esa realidad no tiene contraparte porque hay muy pocos políticos que disponen de fortunas personales y las ponen al servicio de su partido para evitar hipotecar su independencia y la de la administración pública. Todo se complica cuando se sabe que, en efecto, hacer política en cualquier parte resulta costosísimo y que ganar una alcaldía -la de Quito o Guayaquil- cuesta alrededor de tres millones de dólares. Ese dinero sale de alguna parte y nadie lo regala sin esperar algo a cambio.

El suicidio de Alan García debería servir, entonces, para abordar el financiamiento de los partidos y la relación de la política con sus donantes. Es obvio que el problema no está en el reparto del Fondo de Promoción Electoral que ofrece el CNE. Ese es un problema menor, a la luz de los montos reales que se mueven en las campañas. Hay que celebrar, en este punto, que el consejero Luis Verdesoto esté proponiendo, entre sus reformas al Código de la Democracia, dos puntos esenciales. Uno: que los partidos que no alcancen el 4 % de los votos tienen que devolver el dinero (público y privado) que hayan gastado. Dos: la publicación de los donantes y la aplicación de un software destinado a registrar los gastos.

Transparentar cómo se financian las campañas electorales; es decir, de dónde vienen los recursos públicos y privados y cómo son usados, afectará a los negociantes de la política, no así a los políticos genuinos que necesitan dinero para su actividad. Sin esa reforma, que daría un nuevo contexto a la relación entre los políticos y sus donantes, los políticos rehenes de empresas como Odebrecht seguirán siendo legión. Y por ambición o por corrupción podrían encontrarse, como Alan García, ante la disyuntiva de pegarse un tiro para no encarar la vergüenza de haber vendido su alma.