Rubén Montoya | Los silencios del poder
Hay que combatir al silencio del poder. Es dañino porque se ejerce para ocultar, manipular y, sobre todo, controlar
Una de las formas más hermosas de manifestarse que tiene el ser humano es el silencio. Facilita meditar, reflexionar, agradecer. El silencio suma y mejora. Menos uno. A ese hay que combatirlo: es el silencio del poder. Es dañino porque se ejerce para ocultar, manipular y, sobre todo, controlar. Y es peor cuando el silencio proviene del poder público, pues su esencia es servir y rendir cuentas.
¿Qué hacía un Porsche Cayenne, propiedad del Grupo Noboa, en la Isla Trinitaria afuera del domicilio del principal sospechoso de lanzar una bomba en la Bahía guayaquileña? La pregunta persiste, porque los manotazos de ahogado que dio a modo de respuesta y con 10 días de retraso (¿para cuadrar las versiones?) un operador del Gobierno no solo fueron ridículos, sino mentirosos.
¿Por qué al presidente no le extraña que uno de sus asambleístas, que tiene $ 70 mil de patrimonio, de pronto sea un mecenas que puede comprar medios propagandísticos por millones de dólares? ¿Por qué mantiene en su cargo a la principal responsable de la hipermillonaria contratación con Progen y sus equipos inservibles?
¿Por qué no ve el colosal conflicto de interés que mueve al presidente del IESS, familiar de uno de los grandes grupos hospitalarios que se han beneficiado del servicio de prestaciones derivadas? ¿Qué reparación prepara el Estado por los chicos de Las Malvinas, que antes de que se supiera que habían sido asesinados, ya el presidente los llamaba “héroes nacionales”?
El silencio del poder es un tema grave pues revela la real estatura de quien lo ejerce y lo permisivos que son quienes lo eligen, la escasa cultura democrática que poseen. ¿Se imagina usted a un gerente que no responde a los accionistas? ¿O a un subalterno que no le contesta a sus jefes?
Eso somos frente al silencio del poder: permisivos, olvidadizos. Dispuestos a comprenderlo y perdonarlo, incluso si se lo rompe con mentiras. Un pueblo así, como decía Hannah Arendt, “privado del poder de pensar y juzgar, está, sin saberlo ni quererlo, completamente sometido al imperio de la mentira”. Tiene razón y es triste, porque “con gente así, puedes hacer lo que quieras”.