Rosa Torres Gorostiza | Agentes de la desidia y el fraude

No se trata de casos aislados. La holgazanería se exhibe en malecones, parques, esquinas y plazas
La desidia se ha convertido en el uniforme invisible de cientos de servidores públicos en Ecuador. Cientos de policías, agentes de control municipal y de tránsito municipal que deberían velar por la seguridad y el orden, han transformado sus jornadas en interminables sesiones de ocio frente al teléfono móvil. El celular, convertido en un escudo de indiferencia, les sirve para evadir la mirada de los ciudadanos, como si chatear o deslizar el dedo sobre la pantalla fuese parte de sus atribuciones. Y lo hacen a plena luz del día, con un descaro que insulta al contribuyente que paga su salario.
No se trata de casos aislados. La holgazanería se exhibe en malecones, parques, esquinas y plazas, sobre todo en las ciudades costeras. Mientras los supuestos guardianes del orden se entretienen en conversaciones triviales, los robos se multiplican en buses y calles, los asaltos sorprenden a conductores y peatones, y las infracciones de tránsito ocurren frente a sus narices. Peor aún, cuando un ciudadano se atreve a reclamarles, recibe como respuesta un gesto de molestia o la indiferencia más absoluta. La vocación de servicio, que alguna vez se reivindicaba como virtud del empleo público, se ha convertido en sinónimo de burla y desprestigio.
A este mal endémico de la negligencia se suma el cáncer de la corrupción. No basta con que algunos funcionarios simulen trabajar o exhiban su vagancia sin pudor: otros han cruzado el umbral de la complicidad con redes delictivas, convirtiéndose en engranajes de estructuras que se apoderan tanto de los recursos públicos como de la seguridad ciudadana. La inacción frente a estos malos servidores es, en sí misma, un fraude contra la sociedad. Tolerar la holgazanería es premiar la delincuencia, porque cada agente que mira a otro lado mientras revisa su teléfono deja un espacio libre para que el crimen avance.
La responsabilidad de revertir esta degradación recae en municipios y en el Gobierno central, que no pueden seguir tolerando la impunidad del ocio disfrazado de servicio. La mano dura, acompañada de controles rigurosos y sanciones ejemplares, es indispensable para arrancar de raíz la desidia, el fraude y la corrupción que hoy desacreditan al Estado ante los ojos de la ciudadanía.