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Dos tercios de humo

Avatar del Roberto Aguilar

En el debate de candidatos a la Alcaldía de Quito, por ejemplo, cada participante habló durante 6 minutos con 10 segundos. 

Hace exactamente dos años, durante la campaña para las elecciones presidenciales y a propósito de un debate de candidatos tan inservible como los que hemos visto en estos últimos fines de semana, recordábamos el programa de opinión política ‘59 segundos’, que transmitió semanalmente la Televisión Española a lo largo de ocho temporadas. En él, un grupo de seis u ocho analistas de tendencias políticas opuestas, sentados en torno a una mesa semicircular que les permitía hablar mirándose a las caras (detalle tan elemental como importante), debatían sobre los temas de la coyuntura hasta agotarlos. Opinaban, objetaban, se refutaban, se hacían preguntas y se respondían durante 90 minutos que no tenían desperdicio. Cada vez que tomaban la palabra disponían solamente de 59 segundos para desarrollar sus argumentos (circunstancia que los obligaba a ser concretos) pero podían hacerlo cuantas veces quisieran a lo largo del programa. Una moderadora ponía los temas sobre la mesa, hacía preguntas y repreguntas, forzaba precisiones, mediaba cuando las cosas amenazaban con subir de tono y concedía la palabra tratando de ser equitativa. En suma: conducía. Una vez que arrancaba el debate no paraba, no había pausas solemnes con música de suspenso ni cortinas entre una intervención y otra. Los tiempos se repartían más o menos en partes iguales entre todos los panelistas y a nadie le importaba si, al final del día, alguno de ellos terminaba hablando tres o cuatro minutos más que otro. Se asumía que más tiempo hablaba quien más cosas tuviera que decir.

Vale la pena extenderse en esta descripción por dos razones. La primera es desmentir a aquellas personas faltas de imaginación que creen que un alto número de candidatos (como el que se tiene en las elecciones actuales) hace imposibles los debates. ‘59 segundos’ demuestra que sí se puede, entre ocho personas y con hora y media de programa, tener un debate ágil, fluido, interesante y lleno de contenido a condición de no tenerle miedo. La segunda razón es evidente: establecer contraste. Hay debates diseñados para debatir y hay debates diseñados para cumplir con una formalidad y después contarlo en un informe de labores. Está claro que al CNE le tiene sin cuidado el contenido y la utilidad pública de sus debates.

Basta con sacar cuentas del tiempo útil de debate frente al desperdicio. En los debates para la Alcaldía de Quito, por ejemplo, seis candidatos dieron cuatro respuestas de un minuto a cuatro “ejes temáticos”; hicieron cuatro preguntas de 15 segundos a un oponente (siempre el mismo); tuvieron 40 segundos para una presentación y 30 para una despedida. En total: 6 minutos con 10 segundos por cada uno. Es decir: 37 minutos de contenido efectivo en hora y media de programa. Sobran... ¡dos tercios de debate! ¿Qué tanto pasó en los 53 minutos restantes? Pausas solemnes, cortinas con el logo del CNE en movimiento y música de documental político, interminables preámbulos, introducciones, solemnidades, protocolos, mojigaterías, pendejadas. Claquetas de presentación de cada candidato en las que funcionarios que cobran un sueldo pagado por los contribuyentes escribieron cosas como esta: “Propuestas (del candidato X): -Seguridad. -Reactivación económica. -Movilidad. -Trabajo”. Así de vacío es el cerebro de quienes hacen el CNE, de Diana Atamaint para abajo. Se supone que estos encuentros deberían servir para que los electores tomen decisiones informadas pero es evidente que a ninguno de los involucrados le interesa. Mientras las formalidades sean más importantes que los contenidos y el cronómetro se valore más que la expresión y la palabra, todo esto continuará siendo una farsa.