Los fuera de la ley, hacen las leyes…

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La lógica de los correístas es otra: si no está preso, aunque esté sentenciado, puede volver a la Asamblea.

La política ha dado un salto cualitativo en el país. Desde julio de 2018 y hasta mayo pasado, un concejal de Quito asistió a las sesiones con un grillete en su tobillo. Eddy Sánchez estuvo preso y fue acusado de asociación ilícita y enriquecimiento privado no justificado. 

Ahora, después de la vacancia legislativa, el país tendrá, presumiblemente, un asambleísta sentenciado a un año cuatro meses de prisión, en el Pleno y en la Comisión de Asuntos Internacionales. Un juez, en efecto, condenó a Yofre Poma, asambleísta de Sucumbíos, por haber participado, el 7 de octubre, durante las jornadas aciagas que vivió el país, en la paralización de un pozo de Petroamazonas en Lago Agrio. No obstante, aceptó que cumpliera la pena en libertad por haber incurrido en un tipo de delito que es, además, sancionado con menos de cinco años de cárcel.

Yofre Poma es miembro del bloque correísta Revolución Ciudadana. El 21 de febrero pretendió, con una quincena de asambleístas de su bancada, volver por la fuerza a la curul. No lo pudo hacer y su caso debe ser zanjado por el Consejo de Administración Legislativo, CAL. A su favor, según la ley, él cuenta con la presunción de inocencia hasta que no haya una sentencia ejecutoriada en firme. Eso implica, según los abogados, que no pierde su condición de legislador. Pero su salario y los privilegios inherentes al cargo, los recibe su alterna, Nelly Andrade.

La lógica de los correístas es otra: si no está preso, aunque esté sentenciado, puede volver a la Asamblea. Así es -dicen- en estricto derecho. Cualquier intento de impedírselo es denunciado, como lo hizo Pabel Muñoz, de acción que recuerda “la época de la dictadura”. Y en una clara muestra de sicología proyectiva dijo que “esto muestra lo vergonzoso que se está convirtiendo la política en América Latina”. Y, en efecto, es vergonzoso. Salvo que los protagonistas de esa vergüenza son ellos. Por una razón: los correístas se quedan solo con el derecho y, en el derecho, con lo que ellos consideran legítimo. 

Han hecho lo que temía Rousseau cuando dijo que aquel que separara la política y la moral no entendería nunca nada a ninguna de las dos. Por eso como políticos hablan del derecho sin ni siquiera evocar la moral en ninguna de sus variantes: como virtud, como principio o como responsabilidad ante las consecuencias que provocan.

Hay un derrumbe de esa supuesta izquierda política que solo habla de derecho, como si pudiese haber derecho sin moral. Y lo hacen como si no hubieran hecho lo contrario. Basta recordar que, en su gobierno, Correa y los suyos hicieron como si moral y política fueran lo mismo: ellos eran políticos de manos limpias, mentes lúcidas y corazones ardientes. Pues bien: procedieron como si no hubiese reglas que constriñen al poder y a aquellos que lo ejercen. Como si el juicio que los ciudadanos expresan sobre sus políticos no se apoyara sobre una evaluación que, a la postre, es moral. Como si el ejercicio político no consistiera también en crear condiciones políticas para que la moral sea asumida y respetada.

Poma ha sido condenado por un delito. Ha perdido, mientras la Justicia no diga lo contrario, la calidad necesaria para ejercer su tarea que consiste en hacer leyes para sus conciudadanos. Carece de las condiciones éticas que exige la vida democrática para uno de sus representantes. Sin ese mínimo, ¿qué tipo de política quieren hacer los políticos? ¿Les da lo mismo legislar con representantes condenados y con grilletes? No sorprende que Muñoz y los otros cínicos correístas así lo entiendan. ¿Y los otros? ¿Esa es hoy la norma?