Los correístas no son buenas personas

Avatar del José Hernández

Y no: es compatible ser político, defender a los pobres y ser buena persona. Correa y los suyos lo dejaron de ser desde hace tiempo. Y perseveran.

No hay cómo debatir con Rafael Correa. O con sus seguidores. Ellos, como escribió Stefan Zweig en Castellio contra Calvino, “tienen (siempre) la razón y conservarla es una suerte de atributo”. Todos ellos “se ejercitan en la intransigencia como si se tratara de un elevado arte”. Con ellos no hay cómo pensar en intercambiar argumentos y, peor aún, esperar que encaren la realidad que vive su líder asumiendo algún error, alguna autocrítica, algún perdón. Nunca podrán aceptar que la furia partidista ha envilecido su espíritu hasta el punto de no importarles la verdad. Solo su razón.

Por eso, ahora que su líder está condenado, que el peculado lo inhabilita de por vida a aspirar a un cargo de elección popular, recurren de nuevo a coartadas ideológicas. Ahora resulta que si Correa fue condenado es porque la oligarquía le teme. O porque los ricos y la prensa, en su afán de explotar a los pobres y defender las transnacionales, se inventaron delitos y compraron a los jueces, designados en la era de Alianza PAIS, para destruirlos.

Correa y sus seguidores se defienden consultando con lupa los manuales de coartadas que usaban los comunistas durante la Guerra Fría. Y en su afán de dividir el mundo en buenos y malos, no examinan su gestión económica ni sus prácticas políticas ni su relación con la ética pública. Declararse defensores de los pobres, patriotas, seguidores del socialismo del siglo XXI y amantes de la patria grande, les basta.

Concentrar el poder, ser autoritarios, perseguir a sus contradictores, ser pésimos administradores, ser corruptos, usar la propaganda para destruir a las personas, valerse de la comunicación para cambiar la biografía de sus críticos, perseguir a la prensa que no les hacía odas, usar a los jueces para leer sentencias redactadas en Carondelet, convertir al líder en tótem intocable so pena de ser castigado, votar leyes con dedicatoria… no es defender una doctrina. Es cometer delitos. Es otorgarse un pasaporte para ser individuos sin alma, espíritus pervertidos, militantes sinuosos y retorcidos, gobernantes envilecidos, malas personas. Y pretender, además, ser respetados por cada una de esas prácticas porque se dicen defensores de los pobres y enemigos de las transnacionales.

Ahora, solo ahora, que el viento cambió de dirección, ellos dicen que tienen hijos. Que tienen padres. Que tienen intimidad. Que tienen derechos. Nada dicen de cuando persiguieron a opositores y periodistas. De cuando entraron en la noche al domicilio de Fernando Villavicencio y los policías aterrorizaron a sus hijos paseándose por su apartamento con metralletas y pasamontañas. Nada dicen de cuando Alexis Mera se burló de la hija del coronel César Carrión diciendo que hacía teatro porque ella, cuando lo vio, detenido y esposado, lloró y se lanzó a su encuentro. Ahora la esposa de Jorge Glas recuerda el sufrimiento de su familia; nunca dijo nada de las esposas y madres de los detenidos, de los perseguidos o asesinados durante el correísmo. ¿Alguno de ellos se ocupó de la esposa del general Gabela? María de los Ángeles Duarte clamó ante la jueza para que no la envíe a la cárcel porque tiene un hijo: ¿pensaron en los hijos de aquellos que persiguieron?

Los correístas que hoy hablan de derechos, que nadie les desconoce, se dieron licencia para volverse monstruos fríos. Como si esa fuera una condición para ser político y para defender a los pobres. Y no: es compatible ser político, defender a los pobres y ser buena persona. Correa y los suyos lo dejaron de ser desde hace tiempo. Y perseveran.