Mirar al campo (III)

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El campo debe ser visto como la frontera que permitirá expandir la producción exportable al doble de lo actual dentro de la presente década.

Si de valor agregado, de generación de empleo productivo, dolarización, convivencia social, seguridad alimentaria, y ventajas comparativas o competitivas se trata, es en el campo y en el mar donde yace nuestro sustento económico. Para terminar con la paradoja de desatención del potencial productivo, hay que emular el impulso que la empresa privada ha logrado para hacer del Ecuador una potencia pesquera, o el esfuerzo de los camaroneros, bananeros, floricultores y cacaoteros, quienes nos han ubicado en el mapa de la excelencia.

Las soluciones burocráticas de tipo “centralista” son redundantes y ampulosas. Quince cuerpos legales sobre el tema no crean un marco de política. Hay proclamas interminables sobre precios “justos” (que no existen), créditos subsidiados e insumos gratis. En los años sesenta el BNF era el mayor banco del sistema, y las sucesivas condonaciones forzadas de intereses y capital terminaron arruinándolo. Los precios de sustentación tienen el efecto perverso de aumentar la oferta agrícola y tumbar los precios. Los subsidios y los créditos blandos terminan en las manos de los que menos los necesitan; no llegan a los productores de base que proveen los alimentos y que son quienes nos permiten soportar emergencias, como las pandemias, cuando el resto del mundo se cierra.

El campo es ámbito propicio para estructurar una política pública de inclusión social y productiva; de capitalización, educación, salud e infraestructura, que tenga como objetivo un crecimiento ético, y no asimétrico, distribuyendo los frutos de la prosperidad y desterrando la noción del campo como el de una economía condenada a la subsistencia. No hay una sola agricultura, pero sí hay problemas comunes que deben ser atendidos con soluciones efectivas. Sin agotar las acciones requeridas, los productores deben estar conectados a las plataformas más avanzadas de transmisión de datos, que les den acceso a la información sobre los productos y los mercados internos y externos; igualmente, conocimientos sobre las mejores prácticas agrícolas y comerciales, las fuentes de crédito, la genética más adecuada, el control orgánico de las pestes, el cuidado de los suelos, pastizales, bosques y el correcto manejo del agua. Deben poder acceder al mercado y llevar físicamente sus productos sin tener que pasar por eslabones interminables de intermediación que le extraen la renta a ellos y a los consumidores. Debe transmitírseles conceptos de contabilidad, presupuestación, cálculo de intereses y rentabilidad. Todas las restricciones y los impuestos a los insumos deben cesar; terminar también los experimentos de consumo obligado de semillas o pajuelas genéticamente débiles. El campo debe ser visto como la frontera que permitirá expandir la producción exportable al doble de lo actual dentro de la presente década.

Estar entre los mejores es la consigna. Nuestros referentes están en Nueva Zelandia, país desarrollado que vive de la exportación de productos hortícolas y lácteos, madera y cárnicos; en Holanda, el segundo mayor exportador agrícola del mundo; en Uruguay, una economía robusta que convive con el campo, y en Chile que exporta $20.000 millones en productos primarios de la agricultura, bosques y pesca integrados a la industria.