¿Estado fallido?

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La concepción de que el empleo público es un bien social y el privado una estadística es dominante, lo que en la mente burocrática justifica meterle la mano en el bolsillo de la gente.

Habrá quienes consideren que la mención de un Estado fallido es una exageración. El cuestionamiento, sin embargo, enciende la polémica de si el Estado ecuatoriano en su forma presente es o no viable. Y, ¿qué significa ser viable? La respuesta es que un Estado es un pacto implícito que hacen los nacionales de un país para organizar los poderes a los que se someten por voluntad mayoritaria. Su representante es un gobierno, presidido por un ejecutivo cuyo contrapeso lo constituyen el poder legislativo que aprueba leyes y fiscaliza, y una justicia que debe ser imparcial, docta e independiente. Son los principios que constan en El Espíritu de las Leyes, de Montesquieu, y constituyen el credo de la democracia representativa.

Reducir el tamaño del Estado que gasta más de una tercera parte de todo lo que se consume, y que por lo tanto apabulla y entorpece la generación de valor agregado en la economía no es un estribillo sino una necesidad imperiosa. Las entidades del sector público reclaman cada vez que se objeta su circunstancia de dispendio y ponen el grito en el cielo; los trabajadores se aferran a sus “derechos irrenunciables” aun a costa del empleo; entre los empresarios, finalmente, hay quienes viven del negocio público y forman parte de la argolla de los intereses creados que se nutren del trabajo de los ciudadanos de todas las estirpes, regiones y condiciones quienes, con su trabajo, son los contribuyentes que sostienen al imperturbable gobierno. La concepción de que el empleo público es un bien social y el privado una estadística es dominante, lo que en la mente burocrática justifica meterle la mano en el bolsillo de la gente.

Si de pruebas al canto se trata, aquí van algunas, todas documentadas. En las universidades públicas hay, contrariando la normativa de cuatro profesores por cada administrador o empleado, más burócratas y empleados de servicio que docentes. La Presidencia tiene alrededor de 200 servidores entre choferes y conserjes. Los asesores, que no tienen otro oficio que ser cotizantes de diezmos, suman decenas; abundan los escritorios de recepción en las dependencias gubernamentales donde una persona no basta sino tres mínimo y secretarias de secretarias. En el rol de pagos del Gobierno (499.004 según las cifras del PGE de 2019) hay 187.893 burócratas que sirven con nombramientos provisionales y contratos ocasionales y cuestan no menos de $3.756’197.154 (millones de dólares), esto es un valor casi equivalente a todo lo que el SRI recauda por concepto de IR. Finalmente, el ministro de Finanzas no tiene empacho de prometer pagar la deuda externa antes de ordenar la caja fiscal que él mismo contribuyó a destruir. El resultado de todo este galimatías es un país quebrado.

¿Es o no, entonces, el ecuatoriano un Estado fallido? Quienes prefieren pensar en eufemismos consideran que hay forma de repararlo si la “buena” gente asume los cargos. Hay otros que pensamos que el mal de raíz está en su arquitectura, la que determina todas estas barbaridades. El gobierno central roto no puede perdurar y debe dar paso al poder local, no porque este último sea una panacea, sino porque siempre será más fácil dominar a una bestia de tamaño menor que a la hidra que nos consume.