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Carlos Alberto Reyes Salvador | Ignominia

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Las FARC fueron arrinconadas como nunca antes. Los índices de homicidios y secuestros se redujeron dramáticamente

La reciente condena al expresidente colombiano Álvaro Uribe Vélez no es solo un revés personal para quien lideró uno de los periodos más decisivos en la historia reciente de Colombia. Es, ante todo, una señal preocupante de cómo la justicia, instrumentalizada o sesgada, puede volverse contra quienes se atrevieron a enfrentar a los peores enemigos del Estado: el narcotráfico, el terrorismo y la impunidad.

Uribe no fue un político de escritorio ni de tarima. Fue un hombre marcado por la violencia desde sus inicios. Su padre fue asesinado por las FARC en 1983, en un atentado que lo convirtió en símbolo del dolor de miles de familias colombianas víctimas de la guerra. Sin embargo, lejos de refugiarse en la venganza o la resignación, Uribe canalizó esa tragedia personal en una férrea voluntad política, con el fin de devolverle al Estado colombiano su dignidad; a su ejército, el monopolio de la fuerza; y a sus ciudadanos, el derecho a vivir sin miedo.

Durante sus ocho años de presidencia, comprendidos entre el 2002 y el 2010, Colombia vivió una transformación sin precedentes. Las FARC fueron arrinconadas como nunca antes. Los índices de homicidios y secuestros se redujeron dramáticamente. Se logró recuperar el control territorial del Estado en regiones que llevaban décadas bajo el control guerrillero. Las carreteras volvieron a ser transitables. Las ciudades respiraron paz. Y todo eso fue posible gracias a una política de seguridad democrática que, con todos sus costos y dilemas éticos, puso por primera vez en mucho tiempo al Estado por encima del crimen.

Ningún proceso de recuperación de un país devastado por el terrorismo se da sin costo ni sin fallas. Pero lo que no puede olvidarse -y lo que muchos parecen dispuestos a enterrar bajo capas de revisionismo judicial- es que Álvaro Uribe fue el hombre que hizo posible lo que nadie se atrevió a hacer; enfrentó con decisión a un aparato narcoguerrillero que había secuestrado a Colombia.

Hoy, en un giro lamentable de la historia, es Uribe quien se encuentra sometido, acusado de manipulación de testigos en un proceso plagado de inconsistencias, mientras los miembros de las FARC -autores confesos de secuestros masivos, masacres, atentados y tráfico de drogas- gozan de curules en el Congreso, amnistiados bajo el manto de la paz. Los victimarios son premiados, y uno de los principales artífices de su derrota, perseguido.

Esta condena no puede leerse sino como un acto político disfrazado de legalismo. Una victoria simbólica para sectores que nunca perdonaron a Uribe su firmeza. Pero también, como un mensaje peligroso: luchar frontalmente contra el crimen organizado puede costarte la libertad años después, si los vientos políticos cambian.

Colombia tiene derecho a exigir cuentas a todos sus líderes, sin excepción. Pero también tiene el deber de no tergiversar su historia reciente. Álvaro Uribe no fue un dictador. No fue un corrupto. Fue un presidente valiente que asumió decisiones difíciles en tiempos oscuros. Condenarlo hoy no redime a la justicia; la envilece.

No se trata de idolatrías ni de impunidad, se trata de justicia. La historia nos demuestra que sin hombres como Álvaro Uribe, Colombia seguiría arrodillada ante el terror.