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Ernesto Albán: La tentación de desconectar a los menores

Avatar del Ernesto Albán Ricaurte

Copiar el modelo de la prohibición puede ser tentador, pero quizá sea más honesto admitir que no hay atajos

Australia ya dio el salto. Una ley publicada en 2024 obligará, desde diciembre de 2025, que las plataformas como Facebook, Instagram, TikTok, X o YouTube impidan que los menores de 16 años tengan cuentas, aplicandoles multas de hasta 50 millones de dólares. La norma no alcanza a servicios de mensajería como WhatsApp o Telegram, de modo que buena parte de la conversación en línea seguirá moviéndose por canales menos visibles y menos “controlables”.

En Europa el movimiento es distinto, pero el mensaje se parece. El Parlamento Europeo aprobó el 26 de noviembre de 2025 una resolución que pide a los Estados fijar una “edad digital mínima” de 16 años para acceder a redes sociales, plataformas de video y ciertos asistentes de inteligencia artificial: por debajo de los 13 habría prohibición total y entre los 13 y los 16 el uso solo sería posible con consentimiento de los padres.

La intención es legítima. Nadie niega el impacto de las redes en la salud mental, el acoso, la adicción a la pantalla o la exposición a contenido violento y sexualizado. El Estado tiene el deber de proteger a niños y adolescentes. El problema es cómo hacerlo.

Primera duda: la eficacia. La prohibición de abrir cuentas no saca a los menores de internet; siempre habrá un teléfono prestado, una cuenta ajena o una edad falsa, y el resultado puede empeorar las cosas.

Segunda duda: la privacidad. Verificar la edad implica entregar a terceros más información, biometría y rastros digitales, creando nuevas bases de datos sensibles que pueden ser abusadas.

Tercera duda: la libertad. ¿Quién decide cuándo un adolescente está listo para conectarse: el Estado o los padres?

¿Y Ecuador? Vamos unos pasos atrás, pero no partimos de cero. La Ley de Protección de Datos Personales prevé un régimen reforzado para manejo de la información de niñas, niños y adolescentes; el COIP castiga el grooming y otras formas de violencia sexual digital; y el Ministerio de Educación tiene un protocolo obligatorio, aún inadecuado, frente a la violencia digital en escuelas y colegios.

Copiar el modelo de la prohibición puede ser tentador, pero quizá sea más honesto admitir que no hay atajos: educar es más difícil que prohibir, pero es la única política que funciona a largo plazo.