Sin ‘honorem’

Para salvar su nombre de los escándalos de corrupción que emergen de Carondelet, es urgente que el Ejecutivo tome acciones concretas
El Código de Ética que emitió el Ejecutivo el día de su posesión terminó siendo una quimera, un simple engaño a los ecuatorianos.
La corrupción no se ha infiltrado en Carondelet, es el propio Ejecutivo quien los ha nombrado mediante decreto. Llegó una nueva camada para traficar influencias, al mismo estilo de la década pasada. Mismas mañas con diferentes nombres. Y mientras tanto, en el Ecuador del encuentro nos falta de todo: trabajo, medicinas, seguridad, policías, hospitales, ‘scanners’ y control efectivo en las aduanas, pero por sobre todo gente honesta junto al Ejecutivo.
Más allá de las constantes metidas de pata, lo que realmente preocupa es que la bandera de honestidad que flamea y da fortaleza al presidente de la República está comprometida dramáticamente por la corrupción que se ha deslizado al interior de su gobierno, mediante las acciones oscuras de funcionarios, allegados y coidearios involucrados en ventas de cargos, tráfico de influencias, metida de mano a la justicia y quién sabe qué otras travesuras que aún no salen a la luz pública. Los casos de corrupción que rodean al círculo cercano del presidente no son escasos, por lo que resulta impresentable, inadmisible y reprochable que, ante las contundentes denuncias, el Ejecutivo no ponga en práctica de inmediato su Código de Ética, removiendo de sus cargos a quienes han incurrido en prácticas deshonestas reñidas con la ley y la moral.
Para salvar su nombre de los escándalos de corrupción que emergen de Carondelet, es urgente que el Ejecutivo tome acciones concretas que nos indiquen que, ante el desconocimiento de estas fechorías, actúa sin contemplación y corta de raíz a los causantes de estos hechos execrables. El presidente se debe a su pueblo, no a quienes han traicionado su confianza, no a quienes lo hunden a diario con escándalos de corrupción, mermando su credibilidad. Todos los “sin honorem” deben ser lanzados de sus puestos con una patada donde termina la espalda. No es suficiente afirmar que el presidente no roba, es imperativo que nos demuestre que tampoco deja robar.