Columnas

El silencio de Julio Iglesias

"Mucha gente, saturada de haber vivido recluida, limitada, con miedo y enmascarada... con una carga singular de hastío que fue capaz de anular las más sensatas y severas advertencias, simplemente dejó de escuchar"

El sol acababa de asomarse por encima del colchón de niebla que descansaba letárgico sobre la superficie del agua, imprecisando las fronteras de aquello que envolvía. Cleo y Rick caminaban sin apuro y sobre todo ya sin miedo, buscando algo que comer. Las paredes y los postes estaban cubiertos de carteles de papel descoloridos por el sol y la lluvia, rotos algunos, cuyas esquinas flameaban ociosamente al ritmo del viento. Todos llenos de advertencias sobre el virus, sobre la quinta y la sexta ola, sobre lugares de vacunación y centros de refugio.

El mundo había cambiado mucho en poco tiempo. El ruido incesable de otros días había dado paso a un silencio profundo que a Rick todavía lo ponía incómodo, como no sabiendo qué esperar de la nueva calma, pero que Cleo, en la experiencia de sus años, apreciaba porque le permitía permanecer siempre alerta.

De repente hallaban uno que otro cadáver rancio en la calle y evitaban acercarse; no era, sin embargo, una escena común, los cuerpos -los no enterrados- por lo general estaban descompuestos en los centros de auxilio improvisados en tiendas de campaña. Todo se había complicado cuando una mutación del virus, más mortífera, resultó finalmente ser capaz, en la más franca y primitiva selección natural, de sortear la defensa de las vacunas, y fue como si todo hubiese empezado de nuevo. Volvieron los encierros y los cierres de fronteras; pero para entonces el camino era tan cuesta arriba que los mayores esfuerzos fueron insuficientes. La gente, saturada de haber vivido recluida, limitada y con miedo... con una carga singular de hastío que fue capaz de anular las más sensatas y severas advertencias, simplemente dejó de escuchar. Desde luego, meses después, cuando el caos fue tan evidente como para que la gente empezara a arrepentirse, resultó que ya era tarde. Las nuevas vacunas no llegaron a tiempo y el daño estaba hecho; era cuestión de esperar el resultado.

Siguieron caminando sin prisa, Rick quedándose atrás de vez en cuando, distraído por cualquier cosa, mientras Cleo lo esperaba pacientemente; la ansiedad por encontrar comida había menguado notablemente. Llegaron al borde del muelle donde un barco se mecía imperceptiblemente con la marea. En las aguas de la bahía jugueteaban delfines mapeando nuevo territorio, y, en el cielo, cientos de gaviotas revoloteaban sin apuro. Intuyeron que las posibilidades de encontrar comida serían mejores dentro, así que decidieron subir. La cubierta estaba desolada pero al interior todo fue diferente; en una despensa encontraron sacos con harina, arroz y cajas con cereales. Había algunas latas de conservas también. Era lo mejor que habían encontrado en varios días; así que decidieron avisar al resto. Además, el interior del barco ofrecía estupenda protección contra la intemperie.

Decididos a compartir el hallazgo, se encaminaron hacia el callejón oscuro y húmedo donde habían vivido por varias semanas. Luego de las explicaciones, todos marcharon hacia el barco recién descubierto. Poco tiempo después, por la misma soga de amarre por la que habían subido Cleo y Rick un rato antes, ahora, con ellos dos al frente, subía una docena de ratones, hacia su nuevo hogar. La niebla se había disipado permitiendo ver con claridad las fronteras de las cosas, la brisa seguía ondeando las esquinas de los carteles de advertencias sobre el virus, y el sol estaba en su camino cotidiano a través del cielo, como desde hace catorce mil millones de años. El mundo había cambiado tanto, en tan poco tiempo; y la vida seguía, pero no igual.