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La polarización en EE. UU. nos afecta

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Si los americanos no coinciden en su interpretación de la realidad -incluida la posición de su país en el mundo-, ¿cómo podrán hablar entonces de empezar a discutir una visión compartida para su futuro?

Hemos asistido recientemente a otra amarga batalla en el Congreso de EE. UU., para nada. De nuevo, los republicanos se han opuesto al intento demócrata de arrumbar el peculiar proceso dilatorio llamado filibuster -obstruccionismo parlamentario-. Esta vez, el proyecto de ley bloqueado (filibusterado por los republicanos) tenía por objeto contrarrestar las nuevas restricciones al voto (propugnadas desde la bancada republicana). Esta batalla es la última en una saga de alboroto, polarización y parálisis que caracterizan hoy la política estadounidense, y que, sin duda, incidirán en las próximas elecciones legislativas en noviembre. Esta situación nos debería preocupar al resto del mundo. En los últimos años, la sociedad americana se ha sumido en el ombliguismo y la desconfianza. Las redes sociales, con sus «cajas de resonancia», han agravado estos problemas: refuerzan las concepciones preexistentes, desacreditan la oposición y han facilitado la «cancel culture» -cultura de la cancelación, muerte intelectual del contrario-. La reflexión honrada y el diálogo abierto, necesarios para facilitar reformas y reconciliación, han pasado a ser prácticamente imposibles. A medida que los líderes políticos han aprendido a aprovecharse de la polarización, la situación se ha deteriorado aún más. La retórica y las políticas populistas, aislacionistas y caprichosas del expresidente Donald Trump exacerbaron la polarización y aumentaron la volatilidad. La politóloga Barbara F. Walter advierte que Estados Unidos está «más cerca de una guerra civil de lo que quisiéramos creer». La fragmentación de la sociedad estadounidense nos afecta a todos. Esta polarización incide en las políticas de Washington económicas, medioambientales, de defensa, agrícolas y exteriores. La iniciativa (fallida) presentada por los republicanos para establecer directamente sanciones respecto del gasoducto ruso-alemán Nord Stream 2 -a pesar de las repercusiones que tendría tanto en la estrategia del presidente Biden en la crisis de Ucrania como para la relación con Berlín- es un buen ejemplo. Esta situación no es nueva: en los años previos a la Segunda Guerra Mundial, EE. UU. estaba profundamente dividido, tanto por las políticas nacionales que cambiaron el panorama significativamente (como el New Deal), como por opiniones contrarias sobre su participación en la guerra. Sin embargo, hoy la época es celebrada como un «momento de cortesía doméstica». Aunque este cambio se puede atribuir en parte al diestro liderazgo del presidente Franklin D. Roosevelt, el ataque a Pearl Harbor por Japón fue lo que impulsó el amplio apoyo público de la entrada de EE. UU. en la contienda. Pero un enemigo compartido solo une a un país si hay consenso en identificarlo. Dado que la COVID-19 -un enemigo que tenemos todos en común- solo sirvió para consolidar la división partidaria estadounidense, este consenso sigue siendo elusivo. Los que no somos estadounidenses tenemos una idea nítida de lo que históricamente ha simbolizado ese gran país: ingenio, generosidad y democracia. El camino hacia una nación reunificada, que pueda volver a ostentar un liderazgo, no será lineal ni estará exento de dificultades. Hay muchos que desean ver su caída. Por eso, Europa tiene que hablar claro: así como EE. UU. buscó una «Europa unida y libre» tras la Guerra Fría, ahora Europa debe alzar la voz por nuestro aliado transatlántico sanado y reconciliado.