Del mínimo al máximo vital

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Las ayudas solidarias son incuestionables, pero si no se dan en paralelo políticas creativas para generar empleo, las diferencias sociales seguirán vigentes y se creará el peligroso voto cautivo de los subvencionados.

Entre los aprendizajes culturales que más recuerdo, de los que te enseñaban en casa para vivir y no en las escuelas para triunfar, está el adagio que dice “no des el pescado, sino la caña para pescar”. Con frecuencia manejamos el significado de cultura como el cúmulo de conocimientos adquiridos, cuando en realidad es también la sabiduría que la experiencia y el sentido común transmite entre generaciones. Afortunadamente la cultura no es solo patrimonio de los ilustrados, sino del conjunto social que, con independencia de la formación de sus individuos, tiene alcance para ver, interpretar y dar respuesta útil al mundo que le rodea.

Con la cultura de casa aprendimos en paralelo los valores, lamentablemente en peligro de extinción. El valor de la ayuda solidaria estará probablemente entre los más arraigados de aquellos saberes infantiles y juveniles que fuimos atesorando al calor del hogar, por eso la concesión por ley de un mínimo vital para las personas y familias necesitadas resulta indiscutible, irreprochable, en este marco de crisis y poscrisis al que nos ha sometido la pandemia del coronavirus.

El enigma ahora es saber hasta dónde llega el alcance de las intenciones, si el de poner otro parche a los pinchazos del país, en evidente retroceso por los desaciertos que le merman el prestigio y el músculo económico que lucía en épocas de antaño, o hay bajo la mesa de las subvenciones una ‘fase 2’ con alternativas creativas para crear y dar empleo a los que no lo tienen.

Las crisis y las subvenciones para amortiguarlas son de larga data. Los países latinoamericanos, por ejemplo, son máster en esto; y no les ha ido muy bien. Incapaces de coser un tejido de clases medias estables por la precariedad en su bolsa de trabajo, cada vez que surge un populista prometiendo ayudas arrasa en las elecciones. La historia demuestra que estas políticas por sí solas son armas de un solo filo, el que mata. 

Hay que prestarle mucha atención por ello y el ejemplo de América Latina es un buen espejo donde mirarnos. Cuando se agota la vía impositiva, que se agota, el dinero sale de los préstamos. Se termina en un círculo diabólico de préstamos con intereses y más préstamos con nuevos intereses para pagar los que se van acumulando. Atrapados por la deuda, nunca se sale del pozo.

En Argentina conocí jóvenes de tercera generación que no aprendieron qué es el esfuerzo en su cultura doméstica. Nunca vieron trabajar a sus padres ni tampoco a sus abuelos porque el peronismo, sofisticada práctica populista, había ideado la fórmula para perpetuarse en el poder: si en torno a un 30 por ciento de la población solo puede sobrevivir con ayudas gubernamentales, la necesidad genera en la desesperanza el voto cautivo de las victorias.

Al abrigo del Socialismo del Siglo XXI, una teoría de reformulación del comunismo ideada por Heinz Dieterich Steffan, nacieron recientemente en el subcontinente americano populismos renovados como el de Hugo Chávez en Venezuela y Rafael Correa en Ecuador, ambos con asesores españoles, ambos nutridos de subvenciones y ambos en el fracaso. Por aquí alumbran destellos parecidos que incitan a la alerta, promesas de ayuda por cada problema sin que haya solución clara a crear empleo estable, a dar trabajo digno, a bajar la vergonzosa tasa del paro, de las más altas de Europa, y a solucionar la ecuación que desequilibra el desarrollo tecnológico con la mano de obra.

El empleo de calidad es la base de todo, el antídoto contra cualquier problema social. Valdría la pena conocer si nuestros gobernantes idean alternativas tangibles de trabajo para todos o viven escondidos en fáciles políticas de apagafuegos. Los tres mil millones que costará la pensión del mínimo vital, ahora necesario, son también un acicate extraordinario para la creatividad en generar industria y trabajo. Si la política no piensa más en la caña de pescar que en el pescado irá transformando el sentido de la cultura colectiva, esa que nos enseñaban desde casa para no aspirar a los mínimos de dádiva sino a los máximos de progreso.