Tápate la boca, y cállate también

"El que invoca el derecho a respirar (como si no se pudiera con mascarilla, y como si el mundo entero no hubiera respirado a través de ellas durante meses para cuidarse) no está buscando ejercerlo, está buscando foro..."
Las libertades se toman muy en serio en EE. UU. El “discurso de odio” (‘hate speech’) que está prohibido y penado en la mayoría de las democracias liberales, en ese país está permitido, bajo la égida de la libertad de expresión -salvo el caso de que genere violencia inminente- y así lo ha reiterado la Corte Suprema. Pocos conocen el verdadero alcance de aquello.
Invocando esa libertad, y en plena pandemia, miles de estadounidenses siguen negándose a usar mascarillas, pese a las recomendaciones de la OMS y del CDC. El no usarla está siendo interpretado como otra protesta; principalmente -y quizá para buscar equilibrio en una pelea en la que se ven perdiendo- por seguidores del presidente Trump, quien durante mucho tiempo, y hasta que no fue evidente que la necesitaba (luego de haberse contagiado con COVID) se negó a usarla siempre que le convenía.
Pero el que invoca el derecho a respirar (como si no se pudiera con mascarilla, y como si el mundo entero no hubiera respirado a través de ellas durante meses para cuidarse) no está buscando ejercerlo, está buscando foro, queriendo hacer un ‘statement’, porque se siente en desventaja ante el establishment que está empezando a escuchar las voces que antes permanecían calladas por la tradición malentendida o la fuerza.
Y alrededor de esto, se confunden los conceptos. El dueño de una tienda o almacén (que es propiedad privada) tiene el derecho de exigir el uso de la mascarilla en su local (‘no shoes, no shirt, no service’... ¿les suena?), y el que no la quiere usar tiene la opción de comprar en otro lado.
El filósofo de la libertad, John Stuart Mill sostiene que en lo que se refiere al individuo como tal, su independencia es absoluta, y que sobre su cuerpo y mente, el individuo es soberano. Lo dice justo luego de sostener que la única razón por la que se puede ejercer poder -contra su voluntad- sobre un miembro de la comunidad civilizada, es para prevenir el daño a otros.
Y si aplicamos la Regla de Oro universal, o volvemos a El Contrato Social de Rousseau, o al concepto del Velo de Ignorancia de John Rawls (con sus principios de libertad: todos debemos de gozar de la más amplia libertad sin vulnerar el derecho ajeno; y de diferencia: todos deberíamos gozar de iguales ventajas, pero si hay diferencias, hay que buscar ayudar a los más necesitados) llegamos a la ineludible conclusión de que el bien común está por encima del bien individual... Eso, o regresamos a pelear por las últimas latas de atún y botellas de agua de la humanidad. Y luego, a vivir en las cavernas.
En su discurso del estado de la Unión, Franklin D. Roosevelt detalló en 1941 las famosas 4 libertades; y dijo que todos tienen libertad de expresión, de culto, de vivir sin miseria; y también, de vivir sin miedo.
Pero existimos en una cultura de individualismo, en la que se rechaza incluso algo que evidentemente ayuda, porque la gente no quiere que el Estado le diga cómo vivir. La libertad malentendida -por conveniencia o ignorancia- nos está matando (literalmente). Yo prefiero la libertad, sin duda, pero estoy “contratado socialmente”.
El problema radica en la gente que defiende la libertad solo cuando le conviene. Invocan la libertad de elegir, hasta que la elección no los mira solo a ellos, y entonces se convierte en una que no les gusta y la dinámica cambia.