Andrés Isch | Silencio

La bala que lo mató no se detuvo en su arteria: atravesó también el corazón de sus hijos y de la democracia misma
Hace una semana arrancaron la vida a Charlie Kirk. Lo hizo un tipo trastornado por su entorno y con un latente conflicto de identidad. ¿Qué lleva a un alguien con estudios universitarios, una cómoda posición económica y proveniente de una familia funcional a convertirse en un asesino? No puede ser solo maldad o locura; hay un componente aún más perturbador y es la absoluta convicción de cada vez más gente de que estamos en una guerra en la que las ideas divergentes convierten a sus proponentes en demonios que deben ser exterminados.
Quienes orquestan esta división han sido muy eficaces en crear grupos tribales que, escondidos tras la masa, se envalentonan. No se atreven a combatir a sanguinarios como Maduro, Ortega o Díaz-Canel, o a denunciar las graves violaciones de derechos que sufren mujeres y gais ante fundamentalistas islámicos; no, eso requeriría desarrollar un compás ético y arrojo de verdad. Es mejor mirar para otro lado y como hienas atacar a quienes están vulnerables: al primer incauto que se le ocurra opinar por fuera del rebaño. Son cobardes y son miserables porque compensan su patética intrascendencia regocijándose con la muerte de alguien que cometió el pecado de discernir, cara a cara, y sin tener que levantar la voz para ser escuchado.
Que se llenen de vergüenza los que blandamente acompañan con un ‘pero’ a las opiniones sobre el asesinato. Esos que desfiguran la verdad, manipulando los comentarios de Kirk con videos fraccionados y convenientemente descontextualizados. Esos que ni siquiera tienen el arresto para ser miserables de frente, pero que se suman al intento por callar la libertad. Esos, funcionales a un movimiento que hace rato perdió en el terreno de las ideas, que abdicó a cualquier posibilidad de demostrar que el modelo que defienden puede derrotar a la pobreza y convertirse en un camino viable para la realización del ser humano.
La bala que lo mató no se detuvo en su arteria: atravesó también el corazón de sus hijos y de la democracia misma. Esto no se trata de comulgar o no con los pensamientos de alguien, sino de decencia. Nadie que se precie de tener principios sólidos debería matizar, peor aún complacerse al ver que violentos intentan imponer el silencio.