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Presentación. Wilman Ordóñez es un folclorista e investigador de la cultura montuvia y urbana de Guayaquil.CARLOS KLINGER

Historia del despecho: un libro que revisa su nexo con lo urbano de Guayaquil

El escritor Wilman Ordóñez presenta su obra. Recoge el itinerario de un aparato reproductor de música -la rockola- por la ciudad de los años 50 y 70

Wilman Ordóñez Iturralde es uno de los habitantes de siempre del suburbio guayaquileño, ese espacio heterogéneo y disperso que colinda con el estero Salado y que creció a fuerza de invasiones y rellenos en los márgenes de la antigua ciudad. Ese es precisamente el lugar que este folclorista, escritor e historiador determina como el universo simbólico y sociocultural en el que asentó su hegemonía aquel aparato antecesor de los walkman, los iPod y reproductores de MP3, y que algunos recuerdan como rockolas o Wurlitzer (por la marca, aunque también llegaron la AMI, ROWE y Seeburg).

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Aunque también se abrió espacio en otros barrios más al sur de la ciudad y en calles del centro como la 10 de Agosto, Santa Elena, Colón, Machala, Sucre, Alcedo, y en recordadas cantinas del cerro del Carmen y cerca de la zona del Cacao, a orillas del Guayas.

Una aseveración que no llega sin sustento. Durante más de dos años este autor guayaquileño se dedicó a investigar la historia de aquel aparato. Lo hizo a partir de su acervo personal, pero también en bibliotecas, viejas revistas y periódicos y documentos.

“La idea del libro nació durante el enclaustramiento obligado de la pandemia. Encontré que nadie se había ocupado de este gramófono, a pesar de que configuró una memoria y una identidad sonora, simbólica y cultural alrededor de las décadas de 1950 a 1970 en esta ciudad”.

Las rockolas, esas cajas enormes y pesadas que tenían decenas de discos 45 rpm en su interior, encontraron sin duda su mejor lugar en el suburbio Oeste, “donde no por casualidad estaban las cantinas y cabarés más populares de la época como el No te agüeves, La Naranja Mecánica, La Puerta de Fierro, Gema, Verdes Palmeras, La Mamita, etc.”.

El libro se llama ‘La rockola en Guayaquil. Ensayo sobre la música y la cultura popular del despecho’, y utiliza de pretexto salir en búsqueda del antiguo dispositivo parcialmente automatizado que reproducía música para iniciar un recorrido a lo largo de 20 años de los gustos musicales del guayaquileño de los barrios suburbanos.

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“Lo que yo hice fue vincularme a un objeto reproductor de músicas que mediaba entre lo áulico, el cuerpo y la psicología popular subalterna, como objeto de estudio, sobre el cual los historiadores oficiales no se percataron, tuvieron desinterés o no fue motivo de análisis académico por considerar a la rockola un objeto de poca importancia por pertenecer la rockola a un universo sociocultural del subproletariado urbano, estibador y obrero que no estaba entre sus deseos reivindicar institucionalmente. Es así que descubro en torno a este instrumento, una cultura de la depresión y el desconsuelo; vacía y existencialista; una cultura del melodrama porteño”, agrega Ordóñez, acerca de los hallazgos que sobrevinieron en su aventura tras ir en búsqueda de los tiempos de las Wurlitzer o de las AMI, que habían llegado a la ciudad-puerto en grandes cargamentos a pesar de lo costosas que eran.

“Con ella (la rockola) llegó también la música arrabalera, el despecho y la ausencia del otro como alter ego de su propio drama”, menciona Ordóñez en una de las primeras páginas de su libro, editado por CR Ediciones, del escritor Patricio Raffo, en la ciudad de Rosario (Argentina).

Pero la rockola no solo llega como un órgano reproductor de música, sino que marca un momento histórico importante en la configuración de una cultura psicológica de masas que se venía arrastrando desde la crisis del cacao de los años 20 y 30, insiste Ordóñez, y termina ajustándose en los 50 y los 60 a una especie de nuevo comportamiento existencialista porteño afincándose además como símbolo y seña de identidad en los barrios periféricos o barrios marginales de la ciudad.

“Mis más cercanos sentidos a este género musical -que generó luego el gramófono: la rockola- los tuve cerca de la 18 (...). Vivíamos a unas 10 cuadras, al lado del bar Montse, cerca del bar Anita, de la calle Ayacucho y la 11”, así recuerda el historiador sus primeros nexos con los tocadiscos automáticos monederos, en alguna página de su libro.

El historiador Ángel Emilio Hidalgo escribió el prólogo del libro de Ordóñez y asegura que “la presencia del órgano (rockola) nos habla de la persistencia de este instrumento en la música popular ecuatoriana, ya que está presente desde el sanjuanito hasta la salsa”.

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Es en algún momento de ese ir y venir de un género a otro (del tango al bolero, del pasillo al vals, de la cumbia a la guaracha) - con solo meter una moneda en la Wurlitzer- es que el gusto popular del guayaquileño dio paso a la música rockolera, y con ello, engendrar una generación de cantantes, acunados en bares, cabarés y casas de citas de calles como la 18, Gómez Rendón, Portete, la Octava, Guerrero Martínez, el barrio Garay, etc. De eso precisamente habla Wilman Ordóñez en su nuevo libro, concebido bajo el enclaustramiento febril de la COVID-19.