Escasez. La falta de medicamentos en Venezuela sigue siendo una tragedia visible en farmacias y hospitales.

Venezuela no es pais para ninos

Venezuela se llama Dayalí. Tiene siete meses de nacida en un país donde 9 de cada 10 venezolanos no puede comprar suficiente comida, según un estudio de la Universidad Simón Bolívar.

Venezuela se llama Dayalí. Tiene siete meses de nacida en un país donde 9 de cada 10 venezolanos no puede comprar suficiente comida, según un estudio de la Universidad Simón Bolívar. Su madre, Lady, no es pobre: tiene carro, empleo y una casa en el suroeste de Caracas. Y esta noche, como tantas desde hace tres semanas, tampoco consiguió leche para Dayalí.

La bebé llorará rutinariamente: su boca se abrirá como un bostezo, su garganta se mostrará titubeante, su llanto se escurrirá reiterativo, desgastado, asfixiado. Así hasta que el sueño venza al hambre. Porque, aunque hay dinero, no hay leche de fórmula. No hay. Tampoco leche regular. Ni en polvo. Ni de ningún tipo. No importa que la familia salga de cacería y esté dispuesta a pasar el día en una fila de ocho horas porque hoy, como ayer, Dayalí tomará agua con harina pan. Harina de maíz. Un alimento que su hígado y riñón no saben procesar y que podría provocarle microhemorragias.

“Que ni Dios ni la Virgen lo permitan”, dice la madre, cuando escucha la posibilidad médica. No es para menos. En ese caso, su niña terminaría hospitalizada en el José Manuel de los Ríos, al que todos llaman JM, el hospital de niños al que EXPRESO tuvo acceso.

El que alguna vez fuera el símbolo de la pediatría venezolana es hoy la insignia de la inmundicia que va más allá de la crisis generalizada de salud que mantiene sin insumos básicos (como el hilo y los analgésicos) a todos los hospitales públicos y muchos centros privados del país. La crisis aquí llega hasta el absurdo: tuberías rotas, baños con olor a cloacas, camillas metálicas sin cobertor, cuartos aseados por las madres de los pacientes y cucarachas que pasean desde las habitaciones hasta la cocina. Y, según los pacientes, hasta la comida que sirven. Cuando se llega a servir.

Desde hace un mes que la junta de madres de pacientes denunció que la comida no solo llega de forma irregular. Muchas veces no llega. En días como este solo llegó el desayuno: una arepa. Es decir, un carbohidrato sin proteína ni lácteo ni jugo ni fruta. La dieta Maduro, le llaman.

Con la evidente incapacidad del Gobierno para garantizar la vida y salud de los pacientes, las organizaciones no gubernamentales y la Iglesia intentan asumir las obligaciones incumplidas por el Estado. En el hospital, gran parte de los alimentos durante las últimas semanas ingresa a escondidas, de contrabando y contra la prohibición que reconocen los guardias de seguridad, en las mochilas de voluntarios jóvenes y de la mano de monjas caritativas, que en el nombre de los niños son capaces de saltar los controles impuestos por una dirección hospitalaria oficialista, que ha restringido el libre acceso tras la atención de la prensa.

“Yo no tengo hijos”, dice Vanessa Fernández, una de las decenas de jóvenes que se han volcado a las calles a recoger caridad para sostener la asistencia humanitaria. “Pero a veces no puedo dormir porque me imagino a los chamitos que lloran con hambre”, asegura desde la Plaza Altamira. Si no fuera por ella, y por ‘Sor Gracias’, como los pacientes llaman a las religiosas, los llantos se escucharían hasta afuera.

Fuera están los niños sanos, que han reemplazado la leche de fórmula por Cerelac, un suplemento nutricional que en Venezuela sirve como alimento. Sus padres se aferran a las redes sociales, a grupos de WhatsApp exclusivos para la búsqueda de insumos y al trueque para obtener paquetes de pañales a cambio de una caja de medicinas, de un reloj, de lo que esté al alcance.

El escenario bien podría explicar la exponencial apertura de clínicas abortivas en la capital, así como la creación civil de una línea de asistencia telefónica para interrumpir un embarazo. Un final difícil de evitar en un país donde los anticonceptivos y preservativos solo pueden hallarse, y con dificultad, en el mercado negro, a un precio privativo de 2.500 bolívares ($ 2,50) que representa el 18 % de un sueldo básico.

Con una inflación que se estima en más del 700 % para este año (la más alta del mundo), en Venezuela el hambre no es únicamente un problema de niños. O de adultos. O siquiera de humanos.

Davis Subero, un mesero del este de Caracas, tiene un hijo de seis años que se lleva la mitad de sus ingresos y dos perros de raza pitbull de siete años que terminan con la otra mitad. Un saco de perraharina, como llaman al alimento para canes, puede llegar a conseguirse en 50.000 bolívares. O más de tres salarios básicos. “Si esto sigue así voy a tener que decidir: o mi hijo o mis perros”, dice Davis, quien dobla turno por la noche en un hotel de la zona como portero. “En mi barrio llegan muchos carros que dejan a los perros en la calle y se van. ¿Cómo voy yo a hacer eso? Los tengo hace más tiempo que a mi hijo”.

El Gobierno, por su parte, no solo niega la existencia de una crisis de salud, sino que se ha opuesto a la apertura de un canal humanitario que reabastezca al país de insumos y medicinas con ayuda internacional. En el JM, la noche de la visita de este Diario, la gobiernista Venezolana de TV transmitía las palabras de la canciller Delcy Rodríguez ante la Organización de Estados Americanos, retransmitidas luego hasta el hastío: “En los últimos años, Venezuela ha importado productos suficientes como para alimentar a tres países”.

Nadie cambia el canal. El chavismo aparece en todos. Pero esa noche, cuando apaguen el televisor, incluso los perros en Venezuela se dormirán con hambre.