Una parte del parque se encuentra cercada debido a la construcción del Metro de Quito, una de las obras más importantes de movilidad en la capital. Quizá en el país.

Bajo la sombra de un parque vivo

El Ejido, situado en el centro-norte de Quito, es un espacio emblemático rodeado de edificios como la Contraloría y la Fiscalía. Este Diario lo recorrió días después del paro.

Corría el año de 1910 en Quito. La gente se desplazaba en lo que hoy es el Centro Histórico. En la plaza de Santo Domingo, las cajoneras; en San Francisco, un gran mercado... y en el límite norte de la urbe -en esa época- aparecía una inmensa planicie en la que pastoreaban los caballos y el ganado. Entonces, el parque El Ejido era solo eso. Nadie hubiese podido vaticinar que en ese terreno baldío, dos años después, se produciría una “hoguera bárbara” que dejaría en cenizas el cuerpo de un presidente de la República, y que un siglo más tarde sería un emblemático espacio para la capital, rodeado de poderes políticos, sociales, culturales... Y que ahora en sus entrañas guarda historias como la de un barbero sin barbería, apuestas de dinero y wifi ambulante. Este es El Ejido, “la bisagra entre la ciudad nueva y la vieja”.

Situado en el centro-norte de la ciudad, el parque tiene varios vecinos importantes en las avenidas que lo envuelven: la 6 de Diciembre, Patria, 10 de Agosto... Por un lado está el edificio de la Contraloría, que durante las manifestaciones de octubre fue incendiado; por otro está el Ágora de la Casa de la Cultura, sede de los indígenas en el paro nacional; el Instituto Ecuatoriano de Seguridad Social (IESS); la Fiscalía General del Estado... y a solo una calle, el parque El Arbolito, símbolo de resistencia. A solo días de estas intensas jornadas, este Diario recorre su interior.

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Según la Real Academia Española, ejido significa “campo común de un pueblo, lindante con él, que no se labra y donde suelen reunirse los ganados”. De esto solamente queda el “campo común de un pueblo”. Un martes por la mañana, el parque luce en aparente calma. Por el lado de la avenida Patria, se levanta el Arco de la Circasiana. Es la puerta de entrada. Ocho metros de alto y diez de ancho. Parecido a un arco de triunfo, de los que hay en Roma (Italia) que, según el Archivo Metropolitano de Historia, en la parte superior tiene esculpidas, en piedra andesita, figuras de la mitología griega que representan la despedida de los centauros.

Más adelante, un hombre, sin cabello y con traje, fija sus ojos en el periodista. Sin reparo, pregunta: “¿Es usted scort (persona dedicada a la prostitución)?”. Ante la negativa, deja el parque inmediatamente. No será la única experiencia en una sola mañana.

En un extremo de El Ejido, diez o más puestos de ventas de artesanías y cuadros son el centro de atracción de los extranjeros. Dos rubias escuchan lo que uno de los comerciantes les explica sobre un pequeño lienzo. No las convence. Y ellas se van sin comprar. Cerca de allí unas madres miran desde unas banquillas a sus hijos jugueteando sobre el césped, en el sube y baja, en la resbaladera... un hombre habla por celular, otro da vueltas en círculo, como si esperara a alguien.

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De repente, algo llama la atención. Bajo un árbol patrimonial de Palma Canaria, un grupo de personas ríe sin parar. Aplaude. Silva. Y en el centro, Michelena, con la cara pintada de blanco. Habla sobre el ataque a los vendedores ambulantes, luego se pone una careta y se sienta en silla de ruedas. Así es su obra. Satírica. Nadie se mueve. Entonces, una joven contesta su celular. Él, eufórico, le pide -casi la obliga- que se aleje del círculo. Ella cuelga y el teatro continúa. “Es respeto”, suelta el artista, quien llega al parque recurrentemente.

Dejando atrás a Michelena, en el camino aparecen un busto de Juan Montalvo, en un extremo el monumento de Velasco Ibarra, y en el centro, la figura de Eloy Alfaro, el presidente de Ecuador cuyo cuerpo fue incinerado el 28 de enero de 1912 en la llamada “hoguera bárbara”, junto con otros tres seguidores.

Corre viento. La temperatura alcanza los 17 grados centígrados. El sol apenas calienta la piel. Pero nada importa en las entrañas del parque. Todo fluye. Hay puestos de vendedores de mangos y ovos, de pinchos y habas cocinadas... y hasta hay un barbero que intenta prender una bomba para empezar con su primer cliente del día, quien asegura que es la segunda vez que llega a El Ejido para que le corten el cabello. A un dólar. Confía en su barbero, quien ostenta, en un cartel, un diploma obtenido en la Academia Esther Fashion. Además tiene su cédula de identidad expuesta al público. Es venezolano. Lamentablemente esta vez, la bomba que brinda energía eléctrica no funciona.

En el parque también otros comerciantes venden zapatos, ropa, relojes, comida. Y la publicidad se ha vuelto 2.0. No desgastan su voz. A través de parlantes promocionan sus productos, como el hombre que vende micas de celular. En eso, dos jóvenes con chalecos se pasean parsimoniosas. Alquilan wifi. No es todo. En unos bancos, junto a las canchas de vóley, varios grupos de personas se sientan alrededor de los naipes. Apuestan. Ganan. Pierden. Pasan allí horas, aunque pareciera que el tiempo transcurre lento, lentísimo. Así es una mañana en el parque El Ejido, un “portal histórico”.

El ícono de la batalla del pichincha

El Ejido se convirtió en parque en 1922. Su nombre inicial fue Parque de Mayo, porque su inauguración correspondía a los festejos por el centenario de la Batalla del Pichincha, el 24 de mayo de 1822; sin embargo, el nombre de El Ejido siempre permaneció en la cultura popular. Décadas más tarde fue cambiado y se ha mantenido así hasta ahora.