Respetar y hacer respetar
El poder constituido exige que el presidente respete -y haga respetar- la Constitución. El jefe de Estado tiene esta atribución por cuanto, en el modelo republicano de gobierno, es él el custodio del pacto social embebido en el texto constitucional. No se requiere ser experto para sostener que, ante un claro atropello al Derecho que afecta la eventual condición de las inmensas mayorías, el presidente no puede simplemente adoptar una posición de “¿quién soy yo para cuestionar lo que hacen o deciden los otros poderes del Estado?”. No se puede ser pusilánime cuando de hacer respetar la Constitución se trata.
Si las cohortes homosexuales y sus aliados trans, pan y demás pueden casarse, será necesario cambiar el régimen legal (empezando por la misma Constitución y el Código Civil que no lo permiten) luego de que el cambio constitucional sea aprobado en consulta. Así se lo ha hecho en otros países, y es la forma limpia de lograrlo. Los argumentos tortuosos de magistrados que han abdicado su responsabilidad y se han sometido al manoseo que, según fuentes dignas de confianza, se origina desde las altas esferas del propio poder Ejecutivo, no pueden romper el Derecho trascendental que desde los tiempos de Roma y antes consagran al matrimonio como la unión de un hombre y una mujer, concepto cuya fuente de origen es la propia Ley Natural. La corrección política, entretanto, ha logrado enmudecer a una Asamblea comprometida mayoritariamente con la ideología de género, ha puesto a calcular (lentamente) a prominentes voces de oposición, y ha dejado en compás de espera a quienes consideran que la mejor respuesta ante los hechos supuestamente consumados es la del avestruz.
La iluminación de Carondelet con los colores de la ideología despeja toda duda sobre la posición del Gobierno. Las declaraciones del vicepresidente, plegando a lo resuelto por la CC aun cuando con la limitante respecto de la adopción de niños (lo que no sería procedente al aceptarse el matrimonio homosexual) agudiza el sentimiento de que las fuerzas que se miden son las de la sociedad civil contra las del poder organizado dentro de las diferentes instancias del Estado.
El culipandeo del ‘establishment’ contrasta con la provocación sacrílega que los partidarios Lgbti hacen contra los diferentes credos, y contra los símbolos de la religión católica. Mientras, crece la angustia represada de familias que ven a sus niños como las víctimas propiciatorias de la pederastia que actúa como si se hubiera abierto la época de caza para atrapar (o más bien seleccionar) a los niños “trans”. Los casos extremos de sensibilidad temen que el asalto no cesará hasta que la homosexualidad sea la norma de conducta universal.
La militancia Lgbti hace recordar la condición de los judíos en la Alemania nazi, no por la violencia o persecución que se pueda desatar, pero sí por la actitud parsimoniosa de quienes se aferraban a un paradigma de convivencia que se derrumbaba ante sus propios ojos.
La forma correcta de ver lo que está en juego es estar conscientes de que hay una agenda de dominación y que la pretendida aprobación del matrimonio homosexual es la antesala de la intromisión del Estado en la creación de Gayland.