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Entrevista. Esta semana, el presidente de la Asamblea se sirvió de los medios de comunicación legislativos, que son públicos, como si fueran suyos.
Entrevista. Esta semana, el presidente de la Asamblea se sirvió de los medios de comunicación legislativos, que son públicos, como si fueran suyos.Cortesía

El peligro de tener un iletrado al mando

Virgilio Saquicela es el representante perfecto de la vaciedad y de la corrupción moral del lenguaje político ecuatoriano

“Sucede de que, históricamente, la Asamblea no ha podido comunicar”, dice con su impostada formalidad y su camisa bien planchada Virgilio Saquicela, a quien los medios legislativos califican como “la primera autoridad del primer poder del Estado”. Primero entre los primeros, pues.

“Sucede de que…”.

El presidente de la Asamblea ha trabajado todos los aspectos formales de su puesta en escena. Verdad es que su complexión adiposa, sus hombros estrechos y esa mirada bovina que le confieren el aspecto de un molinero de Dickens no le ayudan, pero él ha superado con creces esas desventajas gracias a su estudiada presencia de hombre sereno y dialogante, la pulcritud de sus maneras, su corrección indumentaria y un cierto aire de hombre de mundo que lo distingue en el trato. Cada rasgo de su personalidad corresponde a la perfección con su alta investidura. Sólo un detalle lo traiciona, una cuestión de educación temprana, de formación cultural, quizá de prioridades del intelecto y del espíritu, un tema de lecturas (o más bien: de falta de ellas) que él trata de disfrazar con retorcidas fórmulas: su problema es que habla un pésimo castellano y no hay nada que pueda hacer al respecto. Nada: tendría que nacer de nuevo o cambiar radicalmente de vida.

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Sin embargo, ¿por qué habría de hacer tal cosa? ¿Acaso no basta y sobra con hablar como un carretero para ser asambleísta? Es un hecho demostrado que la mayoría de legisladores, incluyendo varios de los más activos, como Mireya Pazmiño, son una cuerda de analfabetos funcionales incapaces de leer un texto de corrido y comprender a cabalidad su contenido. La figura de Virgilio Saquicela, el presidente ideal para todos ellos, plantea una de las preguntas fundamentales de la política ecuatoriana que el país no quiere reconocer como tal, o no puede, porque entraría en conflicto con una doble hegemonía: la del discurso de la corrección política y la de una cultura populista con ideas muy equivocadas sobre la oposición entre lo popular y lo culto. Esa pregunta es: ¿Cuál es la calidad del debate público nacional que podemos esperar cuando los espacios más altos de la representación política (y no sólo en la Asamblea: en la Corte Nacional de Justicia el primo Iván es igualito) han sido tomados por los iletrados? Porque si Virgilio Saquicela es la primera autoridad del primer poder del Estado, habrá que reconocerle también el título de primer iletrado de la patria. Ahí con eso que se estese, como diría Mireya Pazmiño.

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Esto no tiene que ver con la simpleza de “hablar correctamente”. Sí, es verdad que estremece escucharle 28 veces el mismo gazapo en media hora: “he dicho de que”, “hemos logrado de que”, “aspiramos de que”. Es verdad que resulta inquietante oírlo hablar de “la orden del día” e inferir, por ese detalle, que la persona encargada de aprobar y diseñar el orden del día de las sesiones plenarias es incapaz de comprender el concepto básico de lo que está haciendo. Es verdad, en fin, que el Ecuador se merece un presidente de la Asamblea que domine por lo menos un idioma y, sobre todo, es verdad que la tarea de redactar las leyes de la república exige ese dominio como requisito mínimo indispensable. Pero el problema que plantean los iletrados a cargo de la política tiene menos con ver con su capacidad de “hablar bien” que con su voluntad de decir algo.

“Históricamente -dice Saquicela- la Asamblea no ha podido comunicar”. Porque “no tenemos la logística de medios de comunicación que la tiene el gobierno nacional, por A o B situación”, y porque “la Contraloría nos prohíbe que contratemos medios ordinarios”. Está claro que lo que quiere hacer es propaganda y no le dejan. Para enmendar esa carencia se hizo entrevistar esta semana por los medios legislativos, medios públicos a los que trata como si fueran propios. Pero ¿qué quiere comunicar? Una idea básica que, como suele ocurrir con la propaganda, cabe en un eslogan. Uno que la periodista a cargo (una empleada suya, para todos los efectos) no se cansa de machacar continuamente: “Del diálogo a los hechos”. Un cliché.

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“Del diálogo a los hechos” significa que “el diálogo -arranca Saquicela- no tiene que ser visto solo como un discurso sino como…”, “Acciones concretas”, se apresura a interrumpir solícita la entrevistadora, adelantándose a lo obvio. “Una situación que se concrete en el tiempo más corto posible”, precisa puntilloso Saquicela, a quien le daba exactamente igual decir esa cosa u otra cualquiera.

Hacer del eslogan “Del diálogo a los hechos” un “andarivel político”, como diría Saquicela, lleno de palabras vistosas pero imprecisas, implica asumir a veces tareas ingratas, como aquella de trasladar al Ejecutivo los reclamos del pueblo, “en cuanto a vialidad, en cuanto a salud, en cuanto a educación”, reclamos “que lastimosamente no se están atendiendo en la forma en que aspira el pueblo ecuatoriano, no sólo el pueblo sino los derechos que tiene ese pueblo”. Lo cual gramaticalmente es un desaguisado que no viene a cuento ni significa nada pero era necesario, porque cuando uno habla del pueblo y sus reclamos es obvio que hay que meter por algún lado los derechos. También la letanía (“en cuanto a vialidad, en cuanto a salud, en cuanto a educación”) es de cajón y corresponde a ese lenguaje ya osificado en el cliché, predecible y absolutamente insignificante. Palabras inútiles.

¿Qué cosa, aparte de verdades a medias, simplificaciones groseras o trivialidades puede comunicarse con un lenguaje disminuido y corrupto como el que despacha Saquicela sin inmutarse? “Yo creo que el país necesita diálogo -vuelve a la carga con su leitmotiv- y cuando estuvimos en el paro de junio yo llamé al diálogo y logré que se siente el Ejecutivo y los sectores que estuvieron en la paralización a dialogar. Que al final del día, luego del diálogo que se implementó, creo que, y hay que decirlo con franqueza, el gobierno no quiso que se suscriba un acta ante el presidente de la Asamblea Virgilio Saquicela por las diferencias de orden político que hemos tenido, tenemos y se mantienen, pero que deben estar distantes de la institucionalidad, es de que se suscitó lo que se ha suscitado, pero en el tema del diálogo que llamé respecto de parte de la ley de inversiones sobre el tema tecnológico, está para tratarse ya en las próximas horas”.

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Alambicado y sinuoso, Saquicela se sirve de su propia incompetencia verbal para disfrazar sus arteras manipulaciones. El suyo es un caso extremo de lo que la mentira política puede hacer con el lenguaje: separarlo de las raíces de la vida moral de una sociedad. Cuando un conspirador a tiempo completo que se ha pasado meses conciliando y representando los intereses golpistas del espectro político es capaz de presentarse a sí mismo, a través de medios públicos de comunicación y sin producir escándalo alguno, como el hombre que salvó la democracia por su vocación de diálogo, el lenguaje de la comunidad política ha cruzado una línea peligrosa.

Virgilio Saquicela, ese iletrado que se viste de forma impecable pero habla un lenguaje harapiento y mugroso, es el más fiel representante de una sociedad política donde las palabras no están destinadas a comunicar las verdades urgentes de la vida nacional, a despertar la inteligencia de los oyentes y proveerles de insumos para interpretar los hechos. Al contrario, sólo sirven para eludir los requisitos más básicos del significado y deslizarse sobre ellos sin comprometerse con nada. Esa pérdida de significado es directamente proporcional a la pérdida de valores morales en la vida política. Esa corrupción es la que el manipulador Virgilio Saquicela oculta bajo la montaña de excrecencias que surgen de su boca.

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LO PÚBLICO USURPADO 

Doble paso en falso de los medios legislativos. Primero, pasaron imperceptiblemente de medios públicos a medios institucionales, preocupados por proteger a la Asamblea del escándalo ocultando, por ejemplo, el lado feo de las sesiones. Ahora, por obra de Virgilio Saquicela, pasaron de representar los intereses institucionales a velar por la agenda de la mayoría: de públicos a institucionales y de institucionales a partidistas.