La paradoja del “brexit”

Del matemático francés Blaise Pascal es célebre el “no es cierto que todo sea incierto”. Pero si hubiese enfrentado el “brexit”, quizás habría reconsiderado su postulado. Pese a que una salida moderada sigue pareciendo probable, la incertidumbre y la animosidad no han cesado de crecer. Es la paradoja del “brexit”: cuanto más se tarde en reintroducir el pragmatismo en el debate, más posibilidades de que los inquietantes efectos de lo desconocido inflijan un daño irreversible tanto en el Reino Unido como en la Unión Europea. El futuro del RU y de la UE debía haberse esclarecido en el Consejo Europeo de octubre. Sin embargo, no se trataron formalmente las negociaciones sobre el “brexit” y se cristalizaron la falta de rumbo y vagas promesas de unidad. Por su parte, el RU se halla a las puertas de un amargo debate entre la primera ministra, Theresa May, y el Parlamento, sobre el papel de este último en las negociaciones. Y mientras en el gabinete de May surgen desavenencias, se intensifican las dudas acerca del estatus de Escocia en el futuro. Pero el problema va más. Cada bando busca seducir a electorado nacional y adoptar posiciones crecientemente polarizadas, incluso antagónicas. May dio su primer golpe en el Congreso del Partido Conservador cuando declaró que invocaría el artículo 50 del Tratado de la Unión Europea no más tarde de marzo de 2017, y aseveró que frenar la inmigración primaría sobre mantener el acceso al Mercado Interior. La canciller alemana, Ángela Merkel, garantizó que el acceso al Mercado Interior no podría entenderse sin la aceptación de las cuatro libertades de la UE -entre ellas la libre circulación de personas-. El presidente francés, François Hollande, declaró que el RU debía pagar “el precio” del “brexit”. El presidente del Consejo Europeo, Donald Tusk, fue el más tajante, con su máxima: “la única alternativa real al ‘brexit’ duro es que no lo haya”. A pesar de todo, un “brexit duro” donde el RU corte todos sus lazos con el Mercado Interior resulta altamente improbable por lo desastroso de sus consecuencias. Pero el diseño de una nueva relación entre las partes no será fácil. Las empresas de la UE establecidas en las islas -la mitad de la inversión directa que recibe el RU– se exponen a un alto riesgo. Y los acechantes giros regulatorios ponen en peligro el progreso en otras áreas cruciales como la integración de mercados de capitales, necesaria para producir mejoras en la productividad y la inversión en el continente. Se necesita -y rápido- una hoja de ruta responsable, como un acuerdo de transición estable parecido al que rige entre Noruega y la UE, que puede definirse con cierta celeridad y rebajar la urgencia en la toma de decisiones sobre cuestiones espinosas como el presupuesto de la UE, la jurisdicción de sus tribunales y la regulación migratoria, generando un marco más amplio para la cooperación. También permitiría a la UE ganar tiempo para hacer su propia evaluación interna e incluir un rediseño de los límites de la exigencia de la libre circulación. Los líderes a ambos lados del canal deberán dar un paso atrás e inyectar sobriedad en el debate. Nadie en el RU o la UE -ni empresas, ni inversores, ni consumidores– puede permitirse residir en un caos de improperios y electoralismos.

Project Syndicate