Malos por las malas
El microtráfico avisa. La actividad ilícita da nuevas señales: menores de edad amenazados de muerte para involucrarse en el tráfico, policías que venden droga, vendedores de droga que fingen ser policías, pescadores desaparecidos; son elementos de una fotografía que, vista en conjunto, revela un panorama preocupante.
De hecho, la Unidad Especializada en Microtráfico considera, en palabras de su jefe Darwin Sangoquiza, que este es el “principal desafío” de seguridad ciudadana en Guayaquil, una ciudad que, según el secretario nacional de Drogas, Rodrigo Suárez, es “la zona con más problemas” de este tipo.
Las cifras, que casi duplican al resto de ciudades del país, muestran 680 operativos y más de 500 detenidos, solo en el último trimestre del año pasado, confirman que el microtráfico ha pasado del simple menudeo a lo que parece una industria criminal organizada a escala, dominada por carteles familiares de menor alcance.
Y aunque, bajo la visión de la Jefatura de Antinarcóticos del Guayas la peligrosidad relacionada a este crimen no ha superado “la alerta amarilla”, la violencia, antes limitada a las pugnas internas de las bandas, se ha prolongado hacia la ciudadanía. Y, en concreto, hacia la población más indefensa: los menores.
La madrugada del pasado 27 de enero, en el deprimido sector de la 23 y la J, donde hay más silencios que testigos y más partes policiales que denuncias, un grito interrumpió la novela brasileña que doña Mercedes (así la llamaremos) se compró para mirar en DVD. Era su hijo de 16 años. Corría junto a un amigo, también menor de edad, para evitar que las balas lo alcanzaran. Casi no lo logra. Si no se hubiera lanzado detrás de un 4x4 blanco en media calle, tal vez la bala le hubiera atravesado el pecho y no el brazo. Y esta historia no tendría protagonista.
La única relación del microtráfico con este joven, que dice nunca haber usado drogas y ser un estudiante regular en el colegio, es el rechazo de una oferta para repartir heroína, según consta en las primeras declaraciones que él, su madre y amigo hicieron a la Policía Nacional. Y que media docena de testigos constataron a este Diario. ¿Quiénes son? “Los del barrio”. Y punto final.
Casos similares han sido reportados por este medio en ediciones anteriores. En el perfil costero norte del país, donde los pescadores son protagonistas de las denuncias de desaparición, bajo sospechas de ser forzados o seducidos, según las más de 100 denuncias de pescadores desaparecidos que, en 2015 se registraron en Santa Elena, Manabí y Esmeraldas.
Un alto oficial de Inteligencia de la Armada, consultado sobre el tema, admite que “ya casi no hay pescadores en Manabí y Esmeraldas” porque las condiciones de inseguridad y la paga de 30.000 hasta 55.000 dólares por transportar droga están “acabando con el oficio”. Un dato que confirma, en grabadora, la Jefatura de Operaciones Norte de la Marina.
Los desafíos son mayores cuando se mira a los cuerpos de seguridad en tierra, donde falsos uniformados (como los asaltantes detenidos la semana anterior en Guayaquil) y uniformados corruptos (como los siete uniformados que vendían la droga incautada, en Imbabura), han sido capturados en operativos antinarcóticos. Sobre el tema, ni el Ministerio del Interior ni la Gobernación del Guayas respondieron a los requerimientos de entrevista de este Diario.
La penetración de este delito en Guayaquil ha dado un salto cualitativo que genera desafíos de dimensiones desconocidas.
Las bandas realmente organizadas, que según la estimación de fuentes de Antinarcóticos, generan ganancias netas por $ 20.000 quincenales, no manejan la mayor parte del consumo interno en la ciudad. El mayor segmento de mercado es controlado por “familias enteras: niños, adultos mayores, parejas de esposos”, que convierten los barrios deprimidos en fortalezas, donde el soplo dificulta la inteligencia policial y la violencia indiscriminada se cimienta como la marca corporativa.
Estos clanes, que tienen por vecinos a consumidores y víctimas, mueven menos dinero, pero generan más violencia y desafíos.