Justos por pecadores

Una tarde de invierno, caminando por la calle Andrés Mellado en Madrid, sentí, por primera vez, discriminación por mi origen. Por ser un extranjero. Un hombre de unos 25 años que bebía junto a otros cuatro en la terraza de un bar de copas me gritó: “¡Fuera de mi morada... Sí, tú, fuera de mi morada!”. Yo, ecuatoriano, con rasgos latinos y muy orgulloso de ser mestizo, no atiné a responder. Sentí terror porque apenas llevaba una semana viviendo en España. Apresuré el paso y me perdí en un pasaje hacia Moncloa.

“¡Es un caso aislado!”, me dijeron unos amigos, a los que vi minutos después de haber vivido ese susto y a quienes les conté lo que había sucedido. Me preguntaba si en el año que debía pasar allá —por estudios— volvería a ocurrirme algo así. Y no. Jamás viví nuevamente algo parecido. Tenían razón, era un caso aislado. Y, más bien, estuve seguro a pesar de que en ese lapso se publicaron noticias sobre sucesos como: “Un ecuatoriano acusado de abuso sexual a una menor en España”, mayo de 2018; “Ecuatoriano fue detenido en España por supuestas agresiones sexuales”, febrero de ese mismo año.

Y otras más. La última que leí —cuando ya estaba en Ecuador— fue a inicios de este 2019: “La primera víctima de violencia machista en 2019 en España; el responsable, un ecuatoriano”. Sí, otro más.

¿Qué hubiese pasado si los españoles reaccionaban en contra de los ecuatorianos tal como lo hicieron los ecuatorianos en contra de los venezolanos tras el crimen de Diana Carolina Ramírez? (Tomando en cuenta que en España, la mayor comunidad de extranjeros que reside es la ecuatoriana). Quizás hubiesen ingresado al departamento en el que vivía forzando las seguridades, hubiesen quemado el colchón en el que dormía, me hubiesen pegado en medio de la calle... Y yo hubiese tenido que huir. No lo hicieron. Nadie me atacó ni me gritó: ¡ecuatoriano asesino!

Pero los ecuatorianos, y me avergüenzo, sí gritamos “venezolano asesino” a gente inocente solamente porque el hombre que apuñaló a Diana Carolina es llanero. Entramos a sus residencias. Quemamos sus colchones... Por supuesto, no estuvo bien. El lunes, tras 24 horas del asesinato, viajé a Ibarra. A la zona cero. No había venezolanos en las calles, estaban escondidos, aguardando en sus hogares a que la calma retornara a ‘La Ciudad Blanca’ aún con temor, sabiendo que, en cualquier momento, una turba enardecida podía entrar allí. Otros, del terror, ya se habían marchado.

Pude adentrarme en las entrañas de la comunidad de los hermanos venezolanos en Ibarra. Muchos de ellos me contaron cómo vivieron las 12 horas después de la muerte de la joven madre, quien, incluso, cuando partió de este mundo estaba embarazada de siete meses. “Nos persiguieron, pegaron, amenazaron...”. Y más. ¡Qué vergüenza! Me pregunto otra vez qué hubiese hecho si, por culpa del ecuatoriano que violó a una joven en España, que mató a otra... me pegaban, me amenazaban, etc.

Y otra vez me quedó en blanco. “No pueden pagar justos por pecadores”, me viene a la mente. Y recuerdo cuando sentí, por primera vez, la discriminación por mi origen. Una sensación horrible, algo que, pese a no ser de gran connotación (en mi caso), no se lo deseo a nadie.

Porque nadie es dueño del mundo, y nadie tiene el derecho —o el poder— de dañarte, de ofenderte... y menos por tu origen o cualquier otra razón. Entonces, comprendo que como país aún nos falta crecer, que la violencia machista no tiene nacionalidad, que el responsable de la muerte de Diana tiene que pagar. Y que los inocentes que hoy tuvieron que volver a Venezuela, huyendo del crimen en Ecuador, merecen una disculpa. Nadie tiene por qué vivir con miedo.