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Campaña. El hermano Juan Zea cumple jornadas diarias frente a la Penitenciaría. Espera con sus oraciones atenuar la violencia en la cárcel.Miguel Canales Leon / Expreso

El infierno tiene sede a 16 km

La Penitenciaría del Litoral, construida en 1958, nunca antes había cobijado tanta violencia.  En menos de 45 días hubo 187 asesinatos

Las jornadas para espantar al diablo inician en punto a las diez de la mañana y terminan pasadas las tres de la tarde para cierto grupo de personas que se congregan en el kilómetro 16 de la vía a Daule. Y eso lo sabe muy bien Juan Zea González. Por eso, antes de las nueve ya está ahí, plantado de cara al sitio donde ha podido reconocer, tras leer las noticias y ver los noticieros, que desde hace varias semanas el demonio se ha apoderado del alma de muchos PPL.

“Nuestro Dios todo lo puede”, dice. “El demonio está haciendo cosas malas allá adentro”, reitera este vendedor de cocos en el centro de la ciudad, hacia donde se traslada cada tarde cuando deja su batalla espiritual para tratar de ganarse el sustento económico para sus tres hijas y esposa. “Yo conozco de lo que puede hacer el maligno. Hasta hace cuatro meses me tuvo entre sus manos. Por una sobredosis de droga y alcohol estuve cerca de la muerte”, asegura algo conmovido, mientras arregla su corbata de puntos color marrón que no combina con su camisa a cuadros grises.

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Él y otros miembros de siete iglesias evangélicas se han dado a la tarea desde el martes pasado de terminar supuestamente con la maldad en aquel lugar. Y están ahí, bajo la sombra de una carpa desgastada, orando y cantando a viva voz, al pie de la Penitenciaría del Litoral, que en estos días aparece superpoblada de militares que entran y salen portando fusiles y armas automáticas, abriéndose paso entre padres, hermanos, esposas, que esperan -bajo la inclemencia de un sol que eleva la sensación térmica por arriba de los 33 grados- saber cómo les va a sus familiares allá adentro.

Creada en 1958, la cárcel de Guayaquil nunca engendró tanta maldad. En solo dos jornadas, entre el 29 de septiembre y el 12 de noviembre, se suscitaron 187 asesinatos, una cifra mayor a los índices de muertes violentas en lo que va del año en 23 provincias del país.

Alguien recuerda un incidente anterior que en su momento fue considerado muy grave. Sucedió la mañana del 29 de diciembre del 2009, cuando la banda del Caimán lanzó una granada contra los Latin King y provocó el estallido de los tanques de gas de la cocina en el pabellón Nuevo Horizonte. “Apenas hubo un muerto y algo así como 13 heridos”, reconoce Édgar Escobar, quien en aquellos días era director de la Penitenciaría, un complejo al que le tocó volver una mañana reciente, la del 12 de noviembre. Ahora, como agente fiscal. Si en diciembre 2009 fue por una persona fallecida, esta vez levantó informes por 68 muertes.

Siempre se ha sabido que la Peni no es un buen sitio. Sin embargo, nunca estuvo tan mal como ahora. “La vez que me comunicaron que era parte de los funcionarios del Ministerio de Salud (MSP) que durante seis meses cumplirían tareas ahí adentro, no pude dormir bien en varias semanas. Me daba escalofríos llegar cada mañana a cumplir funciones”. Quien lo dice es uno de los funcionarios que integran el grupo de médicos, farmacéuticos, psicólogos y enfermeros de los distritos 7, 8 y 9, con jurisdicción en el sector norte de la ciudad, a los que se les asigna cada seis meses cumplir turno en la mencionada cárcel. “Ahí dentro nadie te protege. Dicen que están los guías, pero estos nunca tienen armas, y cuando suceden estas cosas (los hechos violentos), son los primeros que salen sin avisarte que algo está pasando”.

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Son ocho horas de permanente zozobra, de mirar el reloj y esperar que el tiempo pase rápido, pero qué va... “mientras más se lo mira, este como que se mueve más lento”. Una preocupación que atañe a las esposas, a los hijos, a los padres... Se emite una alerta de incidentes y “uno está incomunicado allá adentro, porque te retienen todo al ingresar. Y sin embargo, casi todos los presos tienen celulares. No se entiende esto”.

Abraham Aguirre, un abogado que cumple visitas regulares para atender asuntos legales con cinco clientes, no puede evitar una sonrisa de sarcasmo cuando se refiere al rigor en los filtros de ingresos. “Te revisan hasta los zapatos. Apenas puedes ingresar con una pluma y una carpeta. ¿Cómo es que hay tantas armas allá adentro?”.

Para nadie es desconocido que el Estado dejó hace mucho de tener control sobre la Penitenciaría, donde a cada director que entra le van cantando las reglas de ese orden instaurado por cabecillas de ciertas pandillas delictivas. “A mí nunca me pasó algo como eso, porque yo supe siempre cómo actuar para no dejarme manipular ni dejar que nada me asuste”, alega Alfredo Muñoz, quien ocupó el cargo de director entre diciembre del 2019 y mayo del 2020. Reconoce que si el infierno existe, es a causa del Estado. “Por falta de presupuesto, toda la parte tecnológica de los filtros se daña permanentemente y se tardan en repararlos. Y los que funcionan, como los interceptores de señales de celulares, los prenden y apagan”.

A esa fractura en el sistema de monitoreo se suman los cambios de 2013, cuando en tiempos del gobierno de Rafael Correa se ejecutó una reforma que desdibujó el esquema arquitectónico tipo espina de pez con el que se creó la Penitenciaria. Si antes los 12 pabellones se comunicaban con un patio central, en cuya parte posterior estaba la única entrada y salida del complejo, con los cambios se abrieron puertas independientes en cada pabellón. Si antes una vez que los guardias cerraban la única puerta se necesitaban solamente tres policías y cuatro guías para tomar control de todo el complejo, hoy se requiere un guardia por cada uno de los 12 ingresos.

Plantado en su fundo, un terreno irregular alargado y angosto con una covacha maltrecha en el medio, en donde vive con 20 gatos y seis cerdos de cría, Domingo Vera, un hombre de 70 años, ha sabido llevar en paz la vecindad con los miles de reos instalados del otro lado de dos cercas de alambre y dos paredes de concreto. “Llegué aquí en 1984. Nunca antes hubo tantos sobresaltos. La madrugada del 12 de noviembre, los primeros que sintieron que pasaba algo malo fueron los gatos. Después escuché la balacera y los gritos”.

Domingo, al igual que Juan Zea, que seguirá plantándose al pie de la vía a Daule quién sabe hasta cuándo, cree que el demonio está obrando allá adentro. Él también es evangélico. “Al maligno hay que pararlo con oraciones. Con Dios todo se puede”, afirma, antes de volver a concentrarse en sus 20 gatos y seis cerdos.

El bus dejaba en la puerta

El cerco que está al pie de la vía a Daule no existía cuando Domingo Vera llegó a vivir en el terreno donde reside con sus gatos. Tampoco las dos cercas de alambres, separadas 20 metros una de otra. “En 1984 la Pascualeña entraba hasta el redondel que está frente a la cárcel y dejaba pasajeros al pie de la puerta a la que hoy solo llegan quienes tienen citas. La gente que llega ahí ahora es más peligrosa que antes.