Los egos

Mucho se ha debatido sobre la naturaleza del ser humano. Unos defienden su altruismo y solidaridad para con nuestra especie, mientras otros destacan su egoísmo, muchas veces malsano. Abundan las pruebas en uno y otro sentido y, en medio de esta supuesta controversia, aparecen los discursos hipócritas hablando de inclusión social y de la redistribución de la riqueza. Entonces sí, emergen con fuerza las contradicciones. Las naciones desarrolladas alientan y regulan los límites del individualismo y del propio Estado, evitando el colectivismo disolvente que cree saberlo todo. Así, la iniciativa particular y la riqueza que esta genera, adquieren trascendencia y alcanzan beneficios sociales.

Lo extraño de estas reflexiones es que algunos líderes, como Chávez y el mismo Correa, han sido entusiastas propulsores del colectivismo, lo que no les impidió escalar los más altos peldaños del individualismo autocrático y dictatorial. Solo ellos lo sabían, solo ellos eran infalibles, solo sus dichos valían, solo sus actos eran los apropiados. Estos dictadores representan el triunfo del individuo sobre los demás. Y no hablo de un comprensible y necesario liderazgo, sino de la hegemonía de un individuo sobre los demás, abandonando el concepto de lo que es servir para sustituirlo por el de imperar. Su fraternidad es selectiva, reservada para la élite que gira en su derredor y para gente vulnerable bien escogida, que halague su enorme ego. La desconfianza de los demás no le interesa. Su lenguaje resulta ser un enigma, una herramienta para el ocultamiento de sus personales designios. Su autoestima es inmensa: encarcela y persigue a individuos, no para aislarlos de la sociedad y evitar que esta se contamine, sino para humillarlos y degradarlos, festejando luego su victoria como un acontecimiento que destaca su atemorizante dominio. Desconoce, sin embargo, que el miedo descubre la psicología del agresor y que sus víctimas siempre son individuos preocupados por su porvenir. La juventud, contrariamente, termina forjando su futuro y a los ancianos les importa muy poco pensar en él.

Es curioso, pero el ego de los populistas les hace admirarse y aceptarse a sí mismos, hasta llegar a un incontrolable y enfermizo sectarismo en política. La soberbia revolucionaria ha inflamado sus espíritus hasta creer, por ejemplo, que Chávez no acumuló indebidas riquezas, que los Kirchner integran una santa pareja y que, al igual que Dilma, el estercolero en el que están chapoteando es un hermoso prado. Sin formular consultas ni acopiar informes, fueron santificados por Correa y hasta se erigió un monumento en su honor, comprometiendo su apoyo gubernamental, tal como lo hizo al pisar tierra cubana y declarar que Cuba era una democracia ejemplar, esto es, digna de copiarse. Tales expresiones no fueron espontaneidades, de aquellas que suelen provenir de reflexiones previas. Fueron exabruptos, sustancialmente irracionales, nacidos desde lo más profundo de su sobrestimado ego.

Hay más evidencias de los extremos a los que el ego conduce. En la Biblia, San Marcos narra el encuentro de Jesús con el demonio, a quien le preguntó su nombre. La respuesta cobra especial actualidad en nuestro medio: “Mi nombre es legión, porque somos muchos”, dijo el demonio, sin saber que 2.000 años más tarde un presidente ecuatoriano las repetiría casi textualmente, hinchando de orgullo sus pulmones. Le habría ido mejor emulando a Jesús y proclamar su amor por el prójimo.

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