Mauricio está decidido a rehabilitarse y aunque sabe que la enfermedad la va a tener de por vida, ha prometido mantenerse limpio y prepararse para dar charlas antidrogas.

Se despidio con un beso antes del incendio

Sobreviviente de la tragedia ocurrida en una clínica de rehabilitación del Suburbio, relata lo ocurrido ese día, en el que 18 amigos suyos murieron.

Un beso en la mejilla. Si a Mauricio le preguntan qué es lo que más recuerda del fatídico 11 de enero de 2019, él solo responde que un beso en la mejilla. Han pasado 16 días y aún siente los labios ásperos estampándose en su piel.

Fue uno de los 18 internos que fallecieron ese día en una clínica de rehabilitación clandestina en el Suburbio de Guayaquil. Prefiere omitir su nombre, pero lo describe como su hermano, como alguien que caminó con él el escabroso camino de la recuperación.

Fue en la mañana, horas antes de que un incendio los asfixiara hasta la muerte. Aunque el gesto le pareció extraño e inusual, ahora sabe que fue una despedida.

El joven de 22 años, y que también se rehabilitaba de su adicción a las drogas en aquel lugar, estaba a un mes de terminar su tratamiento. Por su buen comportamiento, le permitían moverse libremente por el edificio de tres plantas. Por eso sobrevivió.

A los recién llegados les esperaba la ‘Lagartera’, una habitación oscura y calurosa de cinco por cinco, ubicada en el fondo del centro informal, bloqueada por rejas y un enorme candado para evitar que escaparan. Allí inició el fuego.

Los ojos de Mauricio se humedecen. Ese día empezó con los gritos de los 18 jóvenes allí encerrados, que pedían que los liberasen. Mauricio ya estaba acostumbrado a que estos ruegos terminaran en amenazas violentas. Era el encierro o que volviesen a la calle por droga, asegura.

“Decían que iban a ahorcar al llavero (custodio de las llaves), o iban a matar a uno de ellos para que llegara la policía y clausurase el centro. La necesidad por la droga los hacía desvariar”, dice entristecido.

Mauricio lo sabe bien. Enloqueció por la cocaína desde los 14 y la sustancia le hizo, desde robarle a su propia familia, hasta vivir en la calle.

Al mediodía, el griterío era insoportable. Se acercó a las rejas de la ‘Lagartera’ para intentar calmarlos. Fue allí cuando aquel muchacho, de 20 años, agarró los barrotes para suplicarle que lo dejase ir. La abstinencia lo estaba matando.

Le dijo: “Naño, si me abres yo me voy, pero si no, yo aguantaré hasta el día en que Dios quiera que yo salga”. Estiró sus brazos a través de las rejas y se despidió. Si de algo está seguro Mauricio es que él no fue uno de los que tomó un trapo empapado de gasolina y lo prendió para iniciar el fuego.

“Alguien les pasó eso, y también los fósforos y luego huyó, como un cobarde”, dice, se seca las lágrimas y pide que no le pregunten más sobre eso.

Las palabras de su compañero le taladran la cabeza todos los días y lo han despertado por las noches, asustado. Han pasado tres semanas y no olvida los gritos, la desesperación, el olor a humo, la falta de respiración y el calor que convirtió, en segundos, a aquel lugar en un infierno.

Mauricio fue uno de los primeros en notar el olor a quemado y alertó a uno de los empleados del lugar. Ambos subieron a buscar a un grupo de trabajadores para que ayudara a contener a los chicos cuando abriesen la puerta, pero al regreso, fue demasiado tarde.

La habitación se había convertido en una espesa nube negra. Ya no se escuchaban los lamentos de los 18. Lo espantó el grito desgarrador del empleado que se quemó las palmas de las manos al tratar de abrir el candado.

Eso fue todo. El humo y el calor no les permitió continuar cerca y tuvieron que romper una pared para escapar porque salir por la puerta delantera ya era imposible.

Mauricio nunca había visto vómito negro. Los estómagos de quienes lograron escapar del fuego, devolvían una sustancia oscura, como hollín.

Una vez fuera, volvió a recordar a su amigo, el que le prometió que esperaría paciente la hora de salir. Y saldría, en la noche, inerte y encerrado en una funda de Medicina Legal. Trató de correr hacia dentro y sintió una mano que lo detuvo. Era un primo. “Cálmate, loco, qué vas a hacer, si ya todos están muertos”. Sintió que se desmayaba.

Lo siguiente que recuerda es la sala luminosa del hospital del día Mariana de Jesús. Allí, su madre le confirmó que 18 de “sus hermanos”, como los llamaba, habían muerto apilados en el baño de la ‘Lagartera’.

Mauricio no quiere volver a uno de estos lugares. El encierro ahora tiene el lúgubre y triste perfume de la muerte. Lo que pasó le ha hecho pensar en su adicción y le es difícil creer que pueda equivocarse de nuevo, pero no lo descarta. “Esta es una enfermedad incurable”, se lamenta.

Pero al llegar a este nivel, le da gracias a Dios por haberle devuelto la vida. “Las drogas primero destruyeron mi cuerpo, pero hoy por hoy lastimaron más que eso, porque en parte de mi mente quedan recuerdos que me martirizan”, solloza.

Uno de ellos fue ese gesto de cariño que le dejó su amigo antes de morir. Una dosis de vida potente que lo acompañará siempre.

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