Conciencias

Voy a meterme en un tema polémico. Sin afán de polemizar, sino de conciliar. Aunque sea difícil cuando se trata de hablar de conciencias. Sorprende -por utilizar un verbo conciliador- leer y escuchar expresiones de odio en nombre de Dios y la creación. Sorprende. No por el hecho de que quienes las lanzan tengan una visión particular, personal e intransigente de cómo es la vida y cómo debería ser la de todos. Sino por el tono y el rechazo que destilan.

Los que no tenemos esa necesidad -ni sentimiento- de mirar arriba para que un ser superior juzgue nuestras acciones y nos otorgue el descanso o el castigo eterno, nos preguntamos si quienes se someten a los predicamentos de un dios pueden conciliar con coherencia la repulsa, la denigración y la discriminación a un sector de la población con los mandamientos de la religión.

Si hoy les parece coherente y oportuno señalar y vulnerar a otros seres humanos -hijos también de la misma creación en la que ellos creen- con el argumento de que, a su juicio, están cometiendo pecados imperdonables, ¿por qué no se siente esa misma indignación y ese mismo agravio en otros casos que sí son delitos y aberraciones del ser humano? Si hay violaciones a niños, incluso en el seno de la jerarquía eclesiástica, ¿por qué se encubren? ¿Por qué no convocan manifestaciones de repulsa? ¿Por qué no se dispara el dedo acusador con la misma ligereza y el mismo sentimiento de asco? ¿Es incoherencia o es complicidad? ¿Cómo les juzgarán desde arriba por desamparar a seres inocentes e indefensos?

Tanto dilema solo me conduce a una premisa: antes de atacar, valdría la pena hacerse un autoexamen de conciencia. Valdría que se apliquen a sí mismos las mismas reglas morales que rápidamente quieren imponer a todos los demás, a los que creen, a los que no creen y a las instituciones públicas que deberían regir la vida de todos sin, supuestamente, deberse a conciencia religiosa alguna. Eso sí que nos permitiría vivir en convivencia.