
Cinco muertos considerados milagrosos
Están repartidos entre el cerro y la parte baja del Cementerio Patrimonial. Todos los días y a toda hora hay rituales, pero son más los lunes.
José Daniel Pulla Sagbay murió un 16 de octubre de 1981. Dicen que es milagroso, se lo conoce como el conscripto, pues tenía 18 años y cumplía el servicio militar en la compañía de Selva número 7, en Zumba (Zamora Chinchipe) cuando se ahogó. Se asegura que es cumplidor con los pedidos de trabajo (legítimos o indebidos, al parecer, da igual) y por algún favor de amor. Su sepulcro está en medio de un escenario sembrado de cruces y tumbas destartaladas donde el lujo máximo es una vereda de concreto que se adentra cerro arriba entre la tierra pelada del sector de El Calvario, en la parte alta del Cementerio General de Guayaquil.
Susana M, de 23 años, como prefirió que se la identifique, está plantada precisamente frente a la tumba de José Daniel. Se atrevió a confesar las razones del porqué a eso de las 07:35 ya está ahí. Saca de su cartera tres velas. “Una por mi madre, que está muy malita. Dos por mi pareja. Pido que esta noche no lo alcance la ley”.
Esta es una de las cinco tumbas que cada lunes recibe visitas. Susana es la primera de decenas de personas que aquel día, hasta más allá de las 18:00, subieron a El Calvario. Provienen de distintas parte de la ciudad y es una muestra variopinta de la sociedad guayaquileña. No importa si son ricos o pobres, si es gente sana o muy mala. Si son respetuosos ante la justicia o viven apartados de esta. Todos cumplen el ritual de rezarle a los muertos, como si lo hiciesen frente a las imágenes de los altares.
La sepultura de José Daniel es la última parada de este peregrinaje hacia los muertos que nadie sabe cómo ni cuándo nació. “Mi padre trabaja aquí hace más de 50 años y me dice que ya desde entonces se ofrecían rezos a la calavera que está en una cripta, a la subida del cerro”, dijo uno de los miembros de la Asociación de Servicios de Pintores y Anexos del Cementerio General, que prefiere no dar nombre por evitarse un llamado de atención de la Junta de Beneficencia, administradora del camposanto.
Varios guardias del cementerio concuerdan con esta versión. Que el cráneo rodaba de un lado a otro hasta que alguien lo recogió y lo colocó en aquella esquina donde luego se construyó el altar en cuyo interior se supone permanece bajo una gran cantidad de papel doblado, con nombres de personas y pedidos de favores.
Los seguidores de los muertos hacen varias paradas en este itinerario en pos de algún milagro o para pagar favores. La primera es en la tumba número 1012, ubicada a un costado de uno de los pasajes laterales al ingreso de la puerta 3. Ahí reposan los restos de Dolores Vera de Del Río, quien murió el 24 de abril de 1890.
“Hay gente que toma baños delante de esta bóveda. Se la conoce como curandera y quien fue la viuda del curandero que está en otro lado”, dice Héctor Piza, mientras fuma unos cigarros, que antes ha lanzado sobre el piso, como parte de un ritual de protección y lectura de la suerte, unas de las actividades comunes en varias de estas sepulturas.
Tal como sucede con las otras tumbas, las personas que se plantan ahí encienden unas velas y dan tres palmadas a la lápida. “Es para que sepa que estamos aquí”, agrega Piza, quien como el resto, cree que más de un siglo después, hay alguien del otro lado que está atento a lo que sucede en los alrededores de su sepultura.
Luego de aquel ritual, el peregrinaje continúa en la parte alta, en el cerro. Allá, el primer punto es la cripta de las Ánimas del Purgatorio. De ahí, a unos 50 metros, se encuentra la del Jefe, así le dicen algunos. Se trata de Antonio Valverde, el mayor de todos. No solo que recibe la mayor cantidad de visitas, sino que además, cada 17 de octubre se festeja la fecha en la que pasó al otro lado.
“Esto se convierte en una feria de pueblo”, dice Mario B., quien prefiere que lo llamen Rey Midas. “Así me conocen mis clientes”. Es un espiritista, pero también un conocido activista cultural, asegura.
Al espíritu de Valverde se le encomienda cualquier tipo de trabajo, desde cosas buenas, hasta las más malas. “Lo cumple”, agrega Rey Midas, quien la mañana del lunes le aclaraba el mal momento en su matrimonio a Marcelo Bayas, un empleado del área de aseo de uno de los hospitales públicos. “Tu mujer lo que necesita es que la lleves al psicólogo. Nada más”.
A Valverde se lo conoce como El Brujo. Dejó de existir en 1912. En algún lado de su sepulcro se observa una placa dedicada por sus hijos Juan, Abel y Dositea.
Cumplido el ritual en las tres tumbas ubicadas en el sector de El Calvario, se descienden para asistir a la última visita. Esta vez, al lugar donde reposa el cuerpo de Manuel A. Del Río, quien falleció el 13 de enero de 1929, a la edad de 63 años y fue el esposo de Dolores Vera. Las referencias de los seguidores es que ambos (los Del Río Vera) fueron brujos.
Solo Dios sabe por qué los lunes. Rosario Lomas Muñoz es una profesora con una maestría de por medio, dice que ese es el día dedicado a las almas en pena. Ella también es un eslabón en esta cadena de seguidores que le rinden culto a estos cadáveres.
En su caso, solo llega hasta la urna dedicada a las ánimas del purgatorio. “Los cementerios son como las iglesias y, los muertos, santos espíritus que nos cuidan”, dice la maestra, quien llegó a eso de las 15:40.
Si alguien contaba en ese momento la cantidad de cirios que aún ardían o los que ya se habían consumido, pudo haber calculado cuántos llegaron en las horas previas. Pero a nadie le importa esos detalles. Es más, todos pasan de largo sin mirar hacia los costados. Lo máximo, un saludo. Es como un pacto de compromiso. “Llega gente peligrosa. Desde sicarios hasta narcos, pero acá no te pasa nada”, dice María Jurado, quien aquel lunes llegó con su nuera desde el suburbio.
Angelita, quien vive en Los Palestinos, un barrio aledaño a la avenida Ernesto Albán, en el sur, no cree que su hermano José Daniel Pulla sea milagroso. Tampoco lo cree el resto de los hermanos del muerto (Héctor y Víctor), quienes alguna vez notaron que algo raro ocurría en la tumba del último de los Pulla Sagbay, un año después de su sepelio.
Cada semana encontraban a desconocidos que le oraban, le adornaban el sepulcro y le pedían milagros. En vida, el conscripto era tranquilo y apenas terminó la primaria, pero tal como dicen sus seguidores, aquello no interesa. “Lo que sí importa es que esta sea una almita cumplidora”.
El club de los futbolistas vivos
Entre el Brujo mayor y el altar a las Ánimas del Purgatorio hay una tumba que también recibe visitantes cada lunes. La de Guillermo Xavier Delgado Iturralde, quien murió el 12 de diciembre de 1999, tenía entonces 21 años. “Él no hace milagros”, dice Julio Apolinario, quien anda por los 60 años, y es uno de los miembros del Fogata FC, equipo en el que el joven Guillermo era uno de sus jugadores estrella.
“El máximo milagro que hace esta almita es que nos reúne alrededor de su tumba a la mayoría de sus excompañeros. Acá conversamos, hablamos de fútbol y hasta celebramos cumpleaños”, dice Orly Granda Alvarado, otro de las casi 20 personas que reían y conversaban un lunes reciente.
El Fogata FC se fundó en el Guasmo y participa en los campeonatos de las ligas del sur de la ciudad desde hace 35 años.
La cita se inicia a las 13:00 en adelante y puede que termine cuando los guardias del cementerio comiencen a pedir a quienes le hacen culto a los muertos que desalojen, que es la hora de cerrar. Así, tanto los amigos de Guillermo como los seguidores del brujo Valverde se juntan uno con otro, camino hacia una de las puertas del Cementerio Patrimonial de Guayaquil.
Un muerto que da casas
En Argentina, la intérprete famosa de No me arrepiento de este amor, Gilda, es considerada una milagrosa. Algo similar sucede en Bolivia, en San Ernesto, donde Ernesto Che Guevara fue capturado y ejecutado, se lo venera como un santo.
En Caracas (Venezuela), en cuyo Cementerio General del Sur, de entre los miles de cuerpos sepultados ahí, hay tres que generan una devoción extraña.
Se los cree milagrosos también. Uno de ellos en particular, Victorino Ponce, también conocido como Victorio, quien falleció el 26 de agosto de 1880, es visitado por todo aquel que aspira a tener casa. En la fecha de su fallecimiento, sus creyentes organizan una fiesta al ritmo de tambor y mariachis. Comen, bailan y rezan con gastos compartidos entre todos.
El año pasado se contaron hasta 400 asistentes.
Sus seguidores aseguran que casa que se pide, casa que se construye.