La brutal soledad adolescente

Desde la altanera e insolente sensación de inmortalidad del adolescente, este ve pasar en claro oscuros, marcados por afectos y desafectos, por emociones y su implacable racionalidad, rostros e imágenes en los que se entremezclan padres, parientes, educadores, líderes, en fin, todo ese universo adulto al que mira despectivamente pero del que siente la inexorable y necesaria opción de aprender, repetir o negar.

La difícil adolescencia, etapa en la que nada es equilibrado, en la que todo ha de llevárselo a extremos; desde los amores hasta los ideales, desde la soledad hasta el espíritu de cuerpo, deja huellas difíciles en quienes no han tenido la oportunidad de contar con el apoyo de la escucha, de la palabra consejo, del ejemplo: “Si amo, ha de ser a muerte”, “sí, yo soy juez, pero también fiscal y verdugo”, parecería que gritan el corazón y la mente adolescente.

Si me hablan de verdad, requiero vivenciarla; si me hablan de fidelidad, necesito palparla; si me hablan de justicia, necesito ejemplo; por eso, se rompe tan fácilmente como castillos de naipes la confianza con que la mirada adolescente observa al mundo. Vive entre mentiras cuando le pontifican verdades, vive en hogar cuando realmente crece en desamor, vive en familia cuando en la práctica se aísla en la más profunda y brutal soledad.

¿Queremos formarlos? entonces generemos los espacios y mundos para hacerlo, rompamos su aislamiento, no con la solemnidad de padres autoritarios ni el pontificar propios de púlpitos; hablemos y oigamos, seamos confesores y consejeros, mejor que eso, seamos metas a dejar atrás.

Que no sean como nosotros, que nos superen, que sean mejores, pero para ello démosles lecciones de vida, que pasan por el afecto sí, pero también por la cancha bien trazada, por los límites, normas, la coherencia, la persistencia que desde su corazón nos reclaman.

Ellos quieren padres, no amigos, no cómplices, no abogados defensores, que en sus manos seamos simplemente instrumentos compradores de cariño, nos necesitan presentes, maduros y capaces de abrir nuestras manos para dejarles volar.