Editorial | La historia peruana contra el terrorismo
Hubo buenos resultados en un primer momento, pero luego se descubrió algo peor que los excesos de esa ley
A fines de 1991 en el Perú del fujimorismo -asolado por Sendero Luminoso- se dictó una nueva ley de inteligencia. Su finalidad declarada fue desarrollar actividades de inteligencia y contrainteligencia para garantizar la seguridad nacional. Era una época de terror y la sociedad terminó aceptando los excesos de esa ley, como aquel que obligaba al sector privado a entregar al Sistema de Inteligencia Nacional -bajo responsabilidad penal en caso de incumplimiento- cualquier información o documentación que se le requiriese, si se argumentaba que era necesaria para la seguridad o defensa nacional. Hubo buenos resultados en un primer momento, como la captura del sanguinario cabecilla del grupo terrorista Sendero Luminoso. Pero luego se descubrió algo peor que los excesos de esa ley: las ejecuciones extrajudiciales -como la de la Universidad de La Cantuta- a cargo del clandestino Grupo Colina, que merecieron condenas penales por violación a los derechos humanos tanto al expresidente, como al exasesor del Servicio de Inteligencia Nacional de Perú y los militares ejecutores. No podemos dejar de vernos en ese espejo.
El conflicto armado interno aquí declarado debe servir para combatir con firmeza al crimen organizado, pero nunca para vulnerar derechos ciudadanos. El poder es efímero y la historia exige cuentas.