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La falsa disyuntiva

Avatar del Rubén Montoya

Un Estado que se inclina, que tiembla ante el ultimato, no tiene el menor sentido de identidad. Y una sociedad que lo tolera, menos...

La institucionalidad no es más que el puñado imprescindible de principios sobre los que se cimienta una sociedad. Sin ellos no hay forma de organización que se sustente y prospere. La institucionalidad de Ecuador ha sido endeble, históricamente, porque la dinámica de los intereses dominantes alentó valores endebles. O simplemente no los tuvo.

Nos alistamos a una (posible) paralización, convocada de nuevo por el ala radical del movimiento indígena y el país avizora revivir semanas de caos como las padecidas en 2019 y 2022. Toda una estructura social puesta de rodillas para satisfacer las demandas (poco importa que sean justas o no) de un sector social, y de paso pagando la factura. Sí, nos destrozan la casa y de nuestro bolsillo salen las reparaciones. ¿No es de locos?

¿Cuál es el problema de fondo? Que nos enredamos en los márgenes y no en el meollo. Ecuador debe entender que todo al final del día tiene que ver con los principios: con defenderlos en función del colectivo, no del miembro. De eso no entienden los sabios de la estrategia, que se enredan en el cálculo cuyo norte es uno solo: permanecer en el poder, aunque para eso deban hacerlo con los pantalones en las pantorrillas. Supongo que su ‘nobleza’ les obliga…

Por una vez alguien debe vestirse de Presidente, con p mayúscula, porque necesitamos uno así. Incluso uno tan impopular y soberbio como el que tenemos, deberá entender que hay principios que son innegociables. Y si para defenderlos debe poner en riesgo su cargo, pues que lo haga. Será bastante mejor recordado que como lo será si sigue el rumbo desatinado en el que lleva casi dos años, sentado en un sillón que parece una talla mayor a la suya.

A la mesa de cualquier negociación, incluso de la que pretenda (y debe) seguir revertiendo groseras injusticias con los indígenas, no puede entrar la amenaza de reeditar la barbarie. Un Estado que se inclina, que tiembla ante el ultimato, no tiene el menor sentido de identidad. Y una sociedad que lo tolera, menos.

No hay disyuntiva entre cumplir la ley, último reducto de la civilidad, o no hacerlo. Esa falsedad hay que cortarla de un tajo. Y ya.