Últimos días del fantasma de Canterville

En campaña, Lasso prometió eliminar el Consejo de Participación Ciudadana. En el poder, no movió un dedo por cumplir su palabra
Más que un gobierno inútil (tanto que no pudo en dos años ni comprar chalecos para la Policía, así de difíciles son hasta las cosas más elementales cuando faltan ganas); más que un mal gobierno (que también: de los peores, incapaz de hacer funcionar decentemente lo más básico), el de Guillermo Lasso ha sido un gobierno triste. Tristísimo. De esos que dan ganas de llorar nomás con verle la cara al presidente. Haga lo que haga ya a estas alturas, diga lo que diga, lo único que consigue transmitir es un sentimiento irrefrenable de pesadumbre y desconsuelo. Y una pereza infinita. Vivimos en un volcán en erupción y, sin embargo, nos domina a los ecuatorianos esa lánguida, desfalleciente, mortecina sensación de aplazamiento perpetuo que solo un gobierno de murria puede transmitir a sus mandantes.
Bastó que desapareciera la Asamblea para que la suerte del Gobierno empezara a importarnos un carajo. Como si hubiéramos tenido un presidente nomás porque alguien trataba de tumbarlo. Una vez eliminados los conspiradores, se evaporó con ellos Guillermo Lasso en el insustancial vacío de su propia insignificancia. Bien podría no estar. ¿Está? Dizque anda por Europa. ¿A quién le importa? ¡Pensar que hay ociosos que quieren volver a la Asamblea para echarlo! Resultan tan chistosos como aquella familia Otis, que luchaba contra el espíritu de Sir Simon Canterville, el más lastimero e incompetente de los fantasmas, con líquido quitamanchas.
Lo único que corresponde antes de que este gobierno se desvanezca en el olvido es dejar constancia del más rotundo de sus fracasos, ese sí inolvidable. Tiene que ver con el Consejo de Participación Ciudadana, aquel bodrio institucional concebido por los correístas para controlar el Estado, ya sea con el fin de fomentar la ingobernabilidad del país cuando ellos se encuentren en la oposición, o bien para apuntalar el régimen de partido único cuando sean gobierno. En campaña electoral había prometido Guillermo Lasso eliminarlo. Ya en el poder, no hizo el menor intento por cumplir con su palabra. No solo no eliminó este lastre para la democracia sino que terminó reforzándolo: ya cuando se encontraba en el pozo de su desprestigio como presidente pero envanecido con quién sabe qué vanidoso espejismo, reñido con el más elemental sentido de la prudencia, convocó una consulta popular que no tenía ni la más remota posibilidad de ganar, incluyó en ella una pregunta para quitarle facultades al CPCCS y el pueblo votó en contra. Pretencioso, irresponsable, decidió jugar a la ruleta con la democracia y perdió. ¿Cuál es el legado de Guillermo Lasso? Un CPCCS blindado, más inamovible que nunca.
Olvidó el presidente cómo llegó al poder y a quién se lo debía. ¿Por qué lo apoyaron miles de personas que nunca en sus vidas habrían votado por él en circunstancias normales? Porque era la única posibilidad de detener al proyecto totalitario del correísmo. Y a la vuelta de la esquina estaba pactando con él aun antes de asumir el mando. Sí, se echó para atrás ante la presión de gente con principios a la que todavía en esa época escuchaba. Pero no fue sino para mantener con el correísmo un canal abierto de negociación a través de un ministro de Gobierno pusilánime, Francisco Jiménez, que desgastó y minó a su gobierno. Jamás Guillermo Lasso tuvo la intención de enfrentarse contra el proyecto totalitario. Al contrario: lo toleró, insensato, incluso cuando arreciaban las conspiraciones. Hoy se acerca al fin de su mandato dejándonos, en términos políticos, peor que antes. Sin haberlo intentado siquiera. Contamos los días para empezar a olvidarlo.