Joaquín Hernández Alvarado | La normalización de la violencia
La normalización de la violencia refunde a los individuos en su soledad. Los hechos violentos destruyen cualquier lazo
Pese a que la vivimos día a día, pensamos poco sobre las implicaciones de la normalización de la violencia. América Latina, para no salir del escenario regional, desde México hasta Brasil y Argentina, está atravesada por la violencia. Nos estremecemos de vez en cuando con acontecimientos como los ocurridos en Río de Janeiro recientemente, cuando 2.500 policías y fuerzas especiales militares, apoyadas por 32 vehículos blindados y drones, arremetieron contra favelas donde opera el grupo narcoterrorista Comando Vermelho. Se enfrentaron durante horas, con el saldo de 121 muertos, en medio de un episodio dantesco de vehículos incendiados, cadáveres hacinados y peregrinaciones de familiares en busca de sus parientes. Pero no menos violento es el sistemático ejercicio de la extorsión que destruye economías de pequeñas y medianas empresas y que implanta el miedo como moneda de cobro, como está sucediendo en Perú, donde paralizan y salen a la calle a protestar gremios como el de transportistas, hartos de vivir amenazados e incluso asesinados por bandas criminales.
La normalización de la violencia implica que esta es asumida como un hecho normal que ocurre en la vida de los ciudadanos. El diccionario de la RAE la define de manera inequívoca como acción y efecto de normalizar, es decir, de volver común, aceptable, hechos y comportamientos que originariamente no lo son pero que la fuerza de la imposición los convierte en normales. La normalización de la violencia refunde a los individuos en su soledad. Los hechos violentos destruyen cualquier lazo de comunidad o de solidaridad. Si bien dos acontecimientos fundamentales de la existencia humana, nacer y morir, ocurren en la más absoluta soledad, la vida es relación, comunicación, diálogo. Precisamente, la violencia se ejerce para negar esta condición y hacer que cada persona, en su individualidad, esté atenida a los hechos que solo lo afectan en cuanto tal.
La muerte violenta de una persona deja heridas en el tejido social. Produce desconfianza, temor, distancia con los otros. Se sabe que cada uno está atenido a su suerte y que no puede confiar en los demás. Las sociedades se vuelven enfermas porque sospechan que el bien más inapreciable, que es la propia vida, está en juego por la voluntad azarosa de quienes la desprecian. Por ello, la respuesta ante la violencia no es solo la desaparición de las causas que la originan, sino volver a reconstruir los invisibles lazos o tejidos que constituyen a las relaciones humanas.