Premium

Inmunoprivilegio

Avatar del Columna Internacional

La pregunta última (y la primera pregunta) no debería ser si podemos hacerlo, sino si debemos

Nueva Orleans, circa 1850, algunos años después de la compra de Louisiana: la industria del algodón florecía (literalmente), atrayendo a muchos a establecerse en esa zona del sur; pero la mitad de los recién llegados moría de fiebre amarilla. La ignorancia (no se sabía que la enfermedad la transmitían mosquitos) y la impotencia, hicieron que el mal no fuera combatido. La gente decidió que tenía que vivir con el fantasma del padecimiento para mantener el motor económico de la ciudad. Y como suele suceder, aparecieron los que tenían inmunidad, unos por naturaleza y otros después de enfermarse. A ellos se los llamó “aclimatados”.

Ser aclimatado daba un estatus social especial, acceso al trabajo, al crédito y a cargos políticos. Se dice que los comerciantes no contrataban con no-aclimatados. La inmunidad confirió privilegios, y nació el inmunocapitalismo.

Singapur, 2020: el Estado impulsa el uso de la aplicación telefónica para rastrear contactos con personas positivas de COVID, afirmando que la información no se utilizaría de ninguna otra forma. Pero en enero de este año, reconoce que todo había sido compartido con la policía para luchar contra el crimen. Vino el reclamo y el gobierno asumió la falta, calificándola de error, pero el daño estaba hecho.

Varios países del mundo han considerado, como respuesta a la pandemia, conferir y exigir un “Pasaporte COVID”, esto es, un certificado de vacunación. La Unión Europea y el Reino Unido llevan la delantera. EE. UU., por su parte (siendo la democracia que es), acaba de anunciar que el gobierno no aprueba el uso de esos pasaportes porque son invasivos a la privacidad, y aseguró que no habrá una base de datos federal sobre los vacunados, porque podría resultar en tratos injustos.

Aclaremos algo: el Pasaporte COVID no es el equivalente al certificado de haberse vacunado contra la fiebre amarilla, que exigen ciertos países hoy a sus visitantes. La exigencia antedicha -de esos países- no es para que no lleves allá la enfermedad, es para que no te contagies tú y la regreses a tu país. Esa vacuna es única (no hay cinco variedades), existe desde 1938, tiene una efectividad de casi 100 % y usualmente te inmuniza de por vida.

Con la feroz diferencia que existe en la capacidad que tienen los países ricos frente a los países pobres para vacunar a su gente, el Pasaporte COVID va a terminar siendo discriminatorio en algunos aspectos. Por eso EE. UU. lo rechaza a nivel gubernamental. Pero lo que hagan las empresas privadas no está sujeto a las mismas reglas. Aerolíneas aseguran que lo exigirán a todos sus pasajeros; en estadios, teatros y conciertos ya se está pensando en implementar el sistema, y cadenas de hoteles coquetean con el concepto.

Israel ha vacunado rápido y con éxito a la mayoría de su población. Logro que tiene varias razones: prácticamente la única vacuna que se usó es la de Pfizer; Israel tiene un sistema de salud de primer orden; y accedió a compartir con Pfizer la información sobre el proceso. Lo que para mucha gente en otros países es un tema sumamente delicado por motivos de privacidad.

Es cierto que a grandes males, grandes remedios, pero ¿no dijo Franklin que quien sacrifica la libertad por la seguridad no merece ni lo uno ni lo otro? La pregunta última (y la primera pregunta) no debería ser si podemos hacerlo, sino si debemos.