Premium

Un millón de monos

Avatar del Columna Internacional

Que terminemos siendo guapos o fotógrafos, artistas, actores o profesionales en las redes sociales, no deja de ser algo divertido y no destruye mayor cosa. Pero todo cambia cuando somos científicos.

Nunca antes en la historia de la humanidad ha existido tanta información a la que se puede acceder tan fácilmente, y tampoco tanta ignorancia.

Gracias al fácil acceso a esa información y a la irreductible capacidad de decir cualquier cosa en redes sociales con un atisbo de falsa autoridad, terminamos siendo fotógrafos en Instagram, psicólogos en Facebook, todólogos en Twitter, profesionales en LinkedIn, artistas en Pinterest, actores en YouTube, (nutricionistas y ‘life coaches’ en todos lados) y guapos en Tinder. Y buena parte de lo que hacemos allí no deja de ser otra cosa que la búsqueda de validación.

Pero que terminemos siendo guapos o fotógrafos, artistas, actores o profesionales no deja de ser algo divertido y no destruye mayor cosa. Pero todo cambia cuando somos científicos. Esto lo hemos visto claramente con el tema de las vacunas. No me cabe duda de que la mayoría de la gente que se opone al pinchazo está cacareando argumentos repetidos que no tienen valor o significado científico, pero que no dejan de ser idóneos como salvavidas para rescatar un punto de vista viciado. No digo que no haya argumentos válidos para no vacunarse, pero la generalidad no está allí.

En buena parte, los detractores de cualquier cosa (en su ignorancia) se nutren de lo que les conviene y buscan la validación con ese cuarto de hora que les da ‘me gusta’ y retuits.

La moda aquella de satanizar todos los alimentos genéticamente modificados (GMO) es otro ejemplo. La furia con la que se los descarta los equipara prácticamente al veneno. Pero la humanidad viene consumiendo GMO desde hace prácticamente 10.000 años. La idea de la modificación genética genera la imagen de gente con batas blancas en el subnivel 37 de un laboratorio secreto, cuando en realidad todo empezó cuando no existían ni los laboratorios ni las batas blancas (menos los subniveles 37).

Si te has metido algo de comer a la boca hoy, es prácticamente una garantía de que ha sido un alimento GMO. Las modificaciones son básicamente 5. La primera y la más notable viene dándose desde que descubrimos la agricultura, y es producto de la crianza tradicional que busca mejorar lo que se siembra. La segunda es la mutagénesis, que ocurre incluso naturalmente por la exposición a radiación. Sigue luego la de interferencia RNA, en la que se silencian ciertos genes para mejorar de alguna manera el producto. Existe también la transgénesis, en la que se seleccionan ciertos genes específicos para insertar en el producto. Y finalmente la edición genética, que reemplaza ciertas secuencias de genes en busca de resultados concretos.

En más de 15 años desde que se comercializaron los primeros cultivos genéticamente modificados, no ha sido documentado ningún efecto adverso (ninguno) en la salud o en el medio ambiente.

Pero es fácil gritar “¡viene el lobo!” y el daño está hecho. Porque como decía J. Swift, una mentira puede dar la vuelta al mundo mientras la verdad no termina de ponerse los zapatos.

El “teorema del mono infinito” afirma que un macaco pulsando al azar un teclado durante un periodo de tiempo infinito casi seguramente terminará escribiendo ‘Hamlet’. Pero le creo más a R. Wilensky cuando dice que hemos escuchado aquello de que un millón de monos con un millón de teclados pudieran producir las obras de Shakespeare, pero que ahora, gracias al Internet, sabemos que no es verdad.