La patria de papel

Acá la norma es encontrarse con carpetas llenas de hojas y hojas, largos currículos acompañados de anexos, certificados y diplomas, como el sánduche ostentoso y abigarrado de un goloso gigante
Recuerdo que una de las cosas que más impresionó durante mi corta estancia en el hiperuranio al que llamamos Primer Mundo fue su insistencia en hacer y receptar hojas de vida bastante cortas. A nosotros los estudiantes nos pedían no más de una carilla y al resto de la fuerza laboral un par más para amontonar los años en el papel.
Esto me sorprendía porque en el Ecuador estaba acostumbrado a ver algo muy distinto. Acá la norma es encontrarse con carpetas llenas de hojas y hojas, largos currículos acompañados de anexos, certificados y diplomas, como el sánduche ostentoso y abigarrado de un goloso gigante.
Es que en el Ecuador hemos puesto demasiada fe en nuestros papeles y los títulos que imprimimos en ellos. Títulos académicos sin cátedra y títulos profesionales sin mercado laboral. Títulos de propiedad por montones también, los urbanos sin servicios y los rurales sin financiamiento. Y, cómo olvidarlos, títulos de acciones de bancos quebrados y de empresas fantasmas. Títulos sin valor, papeles sin crédito, en ellos hemos escrito nuestra historia.
La nuestra es una patria leve, donde es fácil construir las cosas, pero no mantenerlas erguidas; donde podemos darle a algo un nombre y sin embargo dejamos todo huérfano. Será tal vez porque también somos un país donde la palabra no tiene valor, así sea en saliva, en tinta de plumero o en tinta sangre del corazón.
Una patria de papel, que se moja y se empapa, que se quema y se chamusca, que cada brisa se la lleva a volar por el viento en la búsqueda de algún sueño mesiánico o algún escape, en fin, de las promesas mentirosas que aquí nos atrapan. Quisiera decir que no podemos seguir así para siempre, pero bien que podemos.
Lo que nos queda, aparte de algún atisbo de esperanza, luz que por más que sea débil nunca se apaga, es el deber de rehacer las cosas. Esa es nuestra misión y nuestra condena. Ojalá no la confundamos, como tantas otras cosas, y desechemos el concepto de los títulos, del crédito o de la palabra. Lo que hay que desechar es la ignominia y el descrédito, aprendiendo a castigar de manera efectiva la falta de palabra.