Andrés Isch | Ríos de sangre

Tenemos un país de locos en el que volvemos casi imposible para las mineras serias y formales invertir en nuevos proyectos
Teñidos así por la mal llamada ‘minería ilegal’, pues esta actividad va mucho más allá del simple incumplimiento de leyes. En estos días conocimos la desgarradora noticia de once ecuatorianos acribillados por delincuentes asociados a grupos terroristas en una cobarde emboscada, planificada con frialdad y saña. ¿Qué retorcido motivo puede estar detrás de un acto así? Un siniestro matrimonio entre enormes cantidades de dinero y una sensación de absoluta impunidad.
La minería ilegal está ligada a los grandes carteles porque permite algo que no es posible en ninguna otra actividad delictiva: existir al amparo de estructuras legítimas bajo el amparo de leyes permisivas. Nuestra legislación permite, por ejemplo, que se califique como minería artesanal a aquella que produce hasta diez toneladas al día y que por esa calificación se omitan muchísimos requisitos y controles ¡Diez toneladas por día en una actividad que se entiende es de subsistencia! Esto es aprovechado por los carteles, pues perforan enormes extensiones con cientos de maquinarias (avaluadas en decenas de millones de dólares en su conjunto) y después utilizan a los mineros ‘artesanales’ para justificar todas esas toneladas de material que entran a las plantas de beneficio y que luego se exportan a través de los puertos. Aprovechan estas ambigüedades normativas para meter el dinero sucio a todo el sistema, lavándose la cara mientras dejan en el camino ríos de sangre y mercurio, cáncer y depredación en las comunidades más pobres del Ecuador.
Tenemos un país de locos en el que volvemos casi imposible para las mineras serias y formales invertir en nuevos proyectos que podrían ayudarnos a superar la crisis económica, mientras que los ilegales exportan cinco veces más que los formales, siendo el resto silenciosos cómplices de la mayor catástrofe ambiental que ha sufrido el Ecuador. La minería ilegal es la mayor amenaza que enfrentamos, aún mayor que el narcotráfico, y ya es hora de que se convierta en el principal objetivo estratégico de la política de seguridad. Todos, especialmente los que se presentan como “voceros del pueblo” y activistas por la naturaleza, deberían asumir como propios los esfuerzos para combatirla.