Un globalismo mas peligroso

“Estados Unidos primero”, insiste Donald Trump. “Gran Bretaña primero”, dicen los partidarios del “brexit”. “Francia primero”, alardea Marine Le Pen con su Frente Nacional. “Rusia primero”, proclama el Kremlin de Vladimir Putin. Con tanto acento puesto en la soberanía nacional, hoy la globalización parece terminada. Pero no es así. La batalla que se desarrolla hoy no es entre globalismo y antiglobalismo; más bien, el mundo está suspendido entre dos modelos de integración: multilateral e internacionalista, o bilateral e imperialista. Dos extremos entre los que ha oscilado a lo largo de toda la edad moderna. La brutalidad del bilateralismo impulsó al presidente de EE. UU., Franklin Delano Roosevelt, y al primer ministro británico, Winston Churchill, a redactar en 1941 la Carta del Atlántico, un esquema para el orden de posguerra, que consagró la libertad como pilar de la paz y la necesidad de poner límites al bilateralismo. Ya no más conquistas ni hostigamiento arancelario: libertad en los mares. Lo que surgió de la victoria de los Aliados en la Segunda Guerra Mundial y de la Carta del Atlántico fue un Nuevo Pacto Global: los países se sujetaron a normas e instituciones internacionales para participar en la bonanza de la posguerra. En este experimento de globalismo multilateral, la integración europea fue esencial: con la reconciliación francoalemana, Europa, zona de conflicto crónico, se convirtió en una región de cooperadores ejemplares. Con la restricción de la soberanía nacional, fue posible para el comercio internacional, las inversiones, y las migraciones para impulsar la prosperidad de la posguerra. Multitudes escaparon de la pobreza, y se mantuvo una relativa paz. Pero el Nuevo Pacto Global parece agotado. Para demasiados, el mundo se volvió complicado, peligroso, embrutecedor y amenazante: al revés de lo que preveía la Carta del Atlántico. Después de 1980, la integración global fue de la mano de un aumento de la desigualdad intranacional. A la par que el horizonte de oportunidades se ensanchaba para los residentes de ciudades grandes cosmopolitas y educados, los contratos sociales nacionales se desintegraron y se debilitaron los lazos entre los ciudadanos. El desdibujamiento de las divisorias globales profundizó las grietas locales y sentó las bases para un regreso triunfal del bilateralismo. Después de la asunción al cargo, Trump anunció que EE. UU. tendría “otra chance” de hacerse con el petróleo iraquí, retiró a EE. UU. del Acuerdo Transpacífico y juró renegociar el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (Nafta). El futuro del arduamente conseguido acuerdo climático de París está en duda. Se intensificaron acusaciones de manipulación cambiaria y amenazas de medidas proteccionistas. Y con el “brexit” del RU, los antiguos aliados de la Carta del Atlántico están poniendo la soberanía nacional por encima de los bienes públicos internacionales. La atención mundial está puesta en Francia y su inminente elección presidencia, que pone en juego el motor francoalemán, que impulsó la integración europea y la mantuvo en el centro del sistema multilateral de posguerra. Una victoria de Le Pen, sería el fin de la UE; la canciller alemana Angela Merkel quedaría como el último pilar de un orden mundial en descomposición, rodeada de bilateralistas en Francia, RU y Rusia, y con (EE. UU.) en manos de nativistas. Imagínese a los líderes del G7 reunidos tras la victoria de Le Pen. Mientras todos vuelven la espalda a los compromisos internacionales, los refugiados, ahogándose en el mar, ponen epitafio a una era que ya no es.

Project Syndicate