Ecos. Gadafi, con un traje tribal en septiembre de 2010, en Trípoli.

Anorando a Gadafi

Muchos libios comienzan a añorar la época en que Libia era gobernada con mano de hierro por Muamar al Gadafi, cinco años después de su derrocamiento y muerte en un país dividido y sumido en el caos.

Muchos libios comienzan a añorar la época en que Libia era gobernada con mano de hierro por Muamar al Gadafi, cinco años después de su derrocamiento y muerte en un país dividido y sumido en el caos.

“Nuestra vida era mejor bajo Gadafi”, afirma Faiza al Naas, una farmacéutica de Trípoli, al evocar los 42 años durante los cuales el líder libio se mantuvo en el poder.

Al Naas confiesa en seguida la “vergüenza” que siente al decir eso cuando piensa en todos los “jóvenes que dieron su vida para liberarlos del tirano”, aludiendo a los rebeldes que combatieron contra las fuerzas de Al Gadafi hasta su muerte, el 20 de octubre de 2011 en Sirte.

Un lustro después de que fuerzas internacionales bajo el mando de la ONU ayudaran a los rebeldes a derrocar al dictador, Libia sufre inseguridad y penuria. La vida diaria de los libios está pautada por los cortes de electricidad y las largas filas de espera ante los bancos debido a la falta de liquidez. El país está desgarrado por las luchas de influencia, tan crueles como impunes, entre las numerosas milicias y tribus que componen la sociedad libia.

Un rico país petrolero con fronteras porosas, Libia se convirtió en una plataforma de todo tipo de contrabandos, desde armas hasta droga, pasando sobre todo por el lucrativo tráfico de migrantes africanos que aspiran a llegar a Europa.

Aprovechando el caos posterior a la caída de Al Gadafi, yihadistas de todo tipo, en particular del Estado Islámico (EI) y de Al Qaeda, se implantaron sólidamente en el suelo libio.

En lo político, el país está dividido entre dos autoridades rivales que se disputan el poder.

Por un lado el Gobierno de Unión Nacional (GNA), formado tras un acuerdo apadrinado por la ONU e instalado en Trípoli, la capital nacional.

Por el otro, una autoridad rival instalada en el este de Libia, una zona controlada en gran parte por las fuerzas del mariscal Jalifa Haftar, que en septiembre pasado tomó el control de las terminales petroleras.

Jalifa Haftar asienta su legitimidad en el parlamento, basado en el este, pero reconocido tanto por el GNA como por la comunidad internacional.

Haftar sostiene que es el único capaz de restablecer el orden en el país, de salvar a Libia como reconquistó una parte de Bengasi, que estaba en manos de grupos yihadistas.

Pero sus opositores lo acusan de tener un único objetivo: tomar el poder e instaurar una nueva dictadura militar.

Haftar no ha logrado terminar con las milicias cercanas de Al Qaeda aún presentes en Bengasi y, por su lado, las fuerzas favorables al GNA, basadas en Misrata (oeste), tampoco pueden liquidar los focos de resistencia del EI en Sirte.

Los expertos temen que, una vez terminado el combate contra los yihadistas, los dos campos se enfrenten directamente para controlar el país.

“Resultaría difícil lograr la estabilidad rápidamente debido a la voluntad de los protagonistas de controlar las localidades que les opongan resistencia”, dice Mattia Toaldo, especialista de Libia en el European Council on Foreign Relations.

Tras décadas del “régimen autoritario, represivo y centralizado” de Al Gadafi, los libios se resignan al parecer a “otra forma de autoritarismo, más descentralizado y caótico, ya sea bajo la autoridad de las milicias o de Aftar”, destaca.

“La situación actual es la consecuencia lógica de 42 años de destrucción y de sabotaje sistemático por parte del Estado”, sostiene Abderrahmane Abdelaal, un arquitecto de 32 años que critica a quienes sienten nostalgia de la era Gadafi.

En cambio, los partidarios del dictador sostienen en las redes sociales que esta anarquía prueba que el líder libio era un “visionario” que había advertido y previsto que tras su desaparición Libia sería un caos.