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Qué fachos son los antifachos

Avatar del Roberto Aguilar

"La izquierda lo logró: despojó a la palabra ‘fascista’ de todo su significado. Ahora, cuando un fascista de verdad aparezca en el escenario, no sabremos reconocerlo"

Son jóvenes. No vivieron la época de las dictaduras militares en América del Sur. Crecieron en democracia (una de a perro, probablemente, pero democracia al fin) y no aprendieron a reconocer al enemigo. Son el producto de la crisis de un sistema educativo que desertó de las humanidades, y de una práctica política (de izquierdas) que sustituyó la argumentación por la intimidación, multiplicó las identidades y convirtió los sentimientos en la máxima fuente de legitimidad. “Yo, en el ejercicio de mi microidentidad, me siento discriminado”: con eso basta para fundar un plan de acción política basado en la descalificación y en la proclamación de la propia superioridad moral. Lo que Habermas (siguiendo a Kant) llamaba “uso público de la razón”, ha terminado de irse por un caño en estos tiempos.

En su lugar ha quedado una mampostería verbal que no se somete a la prueba de los hechos (no tiene por qué: es sentimentalismo puro) ni se ve restringida por la realidad. En ese contexto se inscribe, por ejemplo, el uso indiscriminado de la palabra “fascista”. Una palabra que la joven izquierda ‘millennial’ del postureo y el buen rollito parece tener en la punta de la lengua. “Fuera gobierno fascista”, pintaron en las paredes de Quito en la última jornada de protesta. “Qué feo es el Ecuador fascista de ahora”, escriben en el Twitter, junto a memes en los que aparecen María Paula Romo vestida de oficial de las SS, Guillermo Lasso en el papel de Drácula, chupando la sangre de los pobres, y Lenín Moreno representado como un títere cuyos hilos los maneja un Tío Sam que lleva la cruz gamada en lugar de la bandera de las barras y las estrellas en el sombrero de copa. Hace unos días, un grupo de actores de farándula que posaron para la foto junto a la ministra de Gobierno (entre ellos el famoso comediante David Reinoso) fueron tratados de “fachos miserables” para arriba… Hasta ellos.

La nueva izquierda logró lo que parecía imposible: despojó a la palabra “fascista” (una palabra tan poderosa para quienes vivimos los tiempos de dictaduras militares en América Latina) de todo su significado. Porque si se aplica igual a Pinochet que a David Reinoso, si vale lo mismo para designar el holocausto, con sus seis millones de muertos, que el último acuerdo con el Fondo Monetario Internacional, entonces no quiere decir nada. Si Lenín Moreno es un fascista, si toda derecha es extrema derecha, si entre Guillermo Lasso y los genocidas del Cono Sur no hay diferencia alguna, entonces hemos perdido la capacidad elemental de comprendernos. A este paso, cuando un fascista de verdad aparezca en el horizonte político y empiece a hipnotizarnos con su canto de serpiente, no tendremos cómo llamarlo y, por tanto, no seremos capaces de reconocerlo siquiera. Mala cosa. La izquierda, por supuesto, no asumirá su culpa: nunca lo hace.

No solo no asumirá su culpa: cuando un fascista de verdad aparezca en el horizonte político y empiece a hipnotizarnos con su canto de serpiente, lo más probable es que sea la izquierda la que se encargue de encumbrarlo. ¿No fue el correísmo, con su aparato de adoctrinamiento y propaganda científica, con su estado de guerra permanente, con su negación del otro, con su implacable persecución de la disidencia y su tendencia al asesinato simbólico y el silenciamiento, lo más cercano al fascismo que se ha vivido en este país en los últimos 30 años? Lo fue, y la izquierda antifascista no se dio ni cuenta.