De tumbo en tumbo, de susto en susto…

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El país no sabe cómo salir del diagnóstico que, con correísmo o sin él, explica su tragedia.

Octubre es el último megaevento que afectó al país. Pero ha habido otros. Desde hace lustros se habla de aprender de lo vivido. De sacar lecciones. De ver y analizar bien las piedras contra las cuales se da el país, para no volver a tropezar con ellas.

Se dijo -para no retroceder demasiado la película- después del triunfo y la caída de Abdalá Bucaram. Se dijo tras las caídas de Jamil Mahuad y Lucio Gutiérrez. Se dijo tras los diez años de correísmo. Se dijo tras la violencia, el caos y la desestabilización de octubre. No obstante, luego de casi tres meses de esas jornadas aciagas, las cosas han vuelto a su cauce sin que se vea ánimo alguno de aprender. O de sacar lecciones. En esas condiciones, reaparecen las preguntas de siempre: ¿quién o quiénes están destinados a hacer esa supuesta pedagogía? ¿El gobierno de turno? ¿Los partidos? ¿Los medios de comunicación? ¿O ahora que están de moda las autoconvocatorias, los propios ciudadanos en las redes? ¿En dónde está esa masa crítica dispuesta a plantear, en forma consciente y sistemática, ese reto a la sociedad? ¿Y hay una sociedad dispuesta a prevenir en vez de padecer las consecuencias de este tipo de eventos?

Así digamos, para no entrar en honduras históricas, que esas son preguntas sin respuestas desde (por lo menos) 1996. Lo cual invita a sacar ciertas conclusiones. Una: como el país no aprende, está condenado a tropezar siempre con las mismas piedras. Dos: siempre está listo para hacerlo. Tres: lo hace apenas se le presenta la menor oportunidad. Moraleja: no hay que inquietarse; así es Ecuador.

¿No hay que inquietarse? A finales de los años 90, esta misma preocupación afloró de otra manera. Algunos líderes, sobre todo políticos, conscientes de que el país estaba en franca caída, se preguntaban si no debía, de una vez por todas, tocar fondo. Y lo preguntaban pensando que era, quizá, la forma indicada para que tomara conciencia y, luego de caer rebotara y volviera a la superficie. Ese tratamiento de choque se barajó hasta que sus promotores admitieron que nadie sabe dónde está el fondo. Porque tratándose de estar mal, siempre se puede estar peor…

El correísmo agravó ese círculo fatal que parece factor constitutivo de la identidad nacional. Lo que hizo el país con Rafael Correa fue transferirle todas las responsabilidades a ojo cerrado, y despreocuparse de su suerte. Eso fue el híperpresidencialismo. La plata del ‘boom’ petrolero facilitó ese canje. No hubo, contrariamente a la propaganda de los Alvarado, más participación ciudadana: hubo menos. Menos política, menos sociedad. Un Estado autoritario, grande y obeso -el Estado correísta- entrometido en todo, incrementó el número de ciudadanos con mentalidad de asistidos, encerrados en sus nichos privados, desentendidos de la cosa pública y muy poco aptos para negociar con una realidad cada día más incierta.

El país no sabe cómo salir del diagnóstico que, con correísmo o sin él, explica su tragedia: carencia de élites, altísima fragmentación y visiones totalmente paralelas que lo convierten en una colcha de retazos sin un proyecto común. Diagnóstico al cual se suma octubre, con una dosis inconmensurable de insensatez y tentación a erigir la violencia en factor dirimente de contradicciones.

¿Quiénes sacan las lecciones? ¿Quiénes hacen la pedagogía para que el país no retoce en ese círculo fatal? No hay, no se ve, masa crítica alguna decidida a plantear, con fuerza y obstinación, las preguntas. Quizá nadie espera respuestas y nadie, o muy pocos, se sientan concernidos en tener que darlas. Así va el país. De tumbo en tumbo. De susto en susto.