Párele bola al “Ya qué chu...”

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En ese aspecto, el lema del quechuchismo es trascendente porque representa un punto de quiebre: ¿importa preguntarse quién irá a Carondelet o no?

Un aire de disolución recorre el país. No es nuevo. Pero su explicación a muy pocos parece preocupar. Este aire tiene un parangón inocultable con el dislate institucional que -en su última etapa- se instaló en el país a finales del siglo XX. Ahora se expresa de la misma manera: incertidumbre, hartazgo y desesperanza. Y así como entonces apareció “el loco que ama”, ahora puede aparecer cualquiera, porque “¡ya qué chu...!”

Quechuchismo y quemeimportismo son sinónimos: señales de una sociedad que, en pleno paroxismo de resignación y despreocupación, se pone en manos del azar. Es su ruleta rusa. La apuesta por “el loco que ama” no le salió bien. Pero lejos de rectificar, persistió. Y en esos intentos, se aventuró a deshacer sus entuertos con golpes de Estado. O con ‘outsiders’, tipo Rafael Correa a quien entregó todos lo poderes y autorizó, en una consulta popular sin precedentes, a meter las manos en la Justicia. Jugar a tener presidentes fungibles en meses o a tener uno durante 10 años, no cambia el fondo del problema: es quechuchismo puro y duro. Es apostar a las probabilidades mágicas que están más allá de la razón y la sensatez y sentarse a esperar -como en la ruleta rusa- la dosis respectiva de buena suerte.

Ecuador volvió al final de los 90. Quizá nunca salió de allí. Incluso los 90 pueden ser la reiteración de circunstancias anteriores que han nutrido los mitos del populismo y el salvador supremo. El hecho cierto es que otra vez se anuncia, en un país de 17 millones de habitantes, más de 20 candidatos a la Presidencia de la República. Se sabe que una papeleta así, que más parece guía telefónica, segmentará tanto la elección que se da por sentado que los candidatos finalistas obtendrán apenas 20 por ciento de votos, o un tris más. Y la Asamblea Nacional volverá a ser una inmensa colcha de retazos donde será más fácil monetizar los votos y pedir canonjías para aprobar las leyes.

Ecuador sabe lo que le espera. Y sabe que en esas circunstancias, el próximo gobierno, sea quien fuere el presidente, tendrá una baja legitimidad y atolladeros hasta para exportar. Y no hay, hasta ahora, sobresalto alguno. No se ve en la clase política. Ni en la sociedad. Ni en la Academia. Ni en el empresariado. Ni en los medios de comunicación. Todo funciona como si ese aire de disolución, que amenaza con arrasar todo a su paso, fuese una desgracia ineludible. No hay, no se ven, anclas para asirse. Se entiende, entonces, que en este colapso generalizado, que nutre el pesimismo y la desesperanza, algún buen marquetero lo haya traducido en ese lema que, con excusas o sin ellas, tanta polémica ha causado: “Ya qué chu...”! Ya no importa quién venga: ha caído el telón.

Y sí importa. Lo mostró Václav Havel en Checoslovaquia en una situación de letargo similar causada, en ese caso, por el poder comunista que asienta su poder en la mentira. Con la aquiescencia de los ciudadanos. A “la vida en la mentira”, Havel opuso “la vida en la verdad”. Un compromiso con la autenticidad. Una apuesta por la ética de la responsabilidad; la ética de la disidencia.

Cualquier sociedad exige un fundamento ético. Y sin anclas ni referentes, ningún país puede evitar la disolución que lo pone en manos de cualquier aventurero. Por eso, el sobresalto al cual está convidado el país, sin que se sepa por ahora quiénes lo suscitarán, pasa por un replanteamiento ético y la refrendación de un contrato social basado en valores republicanos y democráticos.

En ese aspecto, el lema del quechuchismo es trascendente porque representa un punto de quiebre: ¿importa preguntarse quién irá a Carondelet o no?